La lluvia golpeaba con fuerza el ventanal de la sala, repiqueteando como si quisiera entrar, como si la tormenta misma quisiera inundar la vida de Mateo con el eco de sus errores. Afuera, el mundo continuaba su curso indiferente, pero dentro de la casa, el tiempo parecía haberse detenido en el instante exacto en que Clara dejó de respirar. Cada rincón seguía impregnado de su presencia, desde el viejo sillón donde ella solía leer hasta el suave perfume a jazmín que aún persistía en las almohadas de la cama. La ausencia de Clara se sentía más densa que el aire, y Mateo la respiraba como si fuera el único aire disponible, incapaz de escapar de esa asfixia invisible.
Habían pasado dos meses desde la muerte de Clara, y las cartas seguían llegando. La primera fue un golpe, pero la segunda lo hundió más profundo en ese abismo de culpa del que no podía salir. Esa tarde lluviosa, cuando el cartero dejó el sobre en el buzón, Mateo sintió una punzada de pánico mezclado con una absurda expectativa. Sabía que era de ella. Clara. Esa misma caligrafía inclinada y elegante, como si ella misma hubiera sujetado la pluma desde el otro lado.
Se quedó mirando el sobre durante horas. Estaba sentado en la misma silla de cuero que había comprado cuando comenzaron su vida juntos, una silla que había envejecido junto con ellos, que había sido testigo de sus silencios, de sus discusiones y de los momentos de amargura que él nunca quiso admitir. Con el sobre en las manos, sus dedos se deslizaron nerviosos por el borde, incapaces de reunir el valor para abrirlo.
Finalmente, al caer la tarde, cuando el crepúsculo había teñido el cielo de un gris melancólico, Mateo cortó el sobre y sacó la carta. No era larga, como la primera. Las palabras eran pocas, pero cada una cargaba con el peso de lo no dicho, de lo que había sido enterrado junto con Clara.
“Mateo,” comenzaba, con esa suavidad que él siempre había despreciado por considerarla una señal de debilidad. “He estado pensando en nuestra última conversación. Sé que no fue fácil para ti, y lamento no haber sido más fuerte. Ojalá hubiera podido hacer más por ti, por nosotros. A veces pienso que, si hubiera sido diferente, tal vez habrías sido más feliz. Pero quiero que sepas que te perdono. Siempre te he perdonado.”
Esa palabra. Perdón. Mateo soltó la carta como si le hubiera quemado los dedos. El papel cayó al suelo, inerte, pero sus palabras seguían flotando en el aire, envolviéndolo como un sudario. ¿Perdonarlo? La idea le resultaba absurda. ¿Cómo podía perdonarlo alguien a quien había destruido? Él había sido el verdugo de Clara. Con cada palabra cruel, cada mirada indiferente, había erosionado su espíritu, hasta que no quedó nada más que una sombra de lo que ella solía ser. Y aun así, ella seguía escribiendo, desde la muerte, como si aún pudiera ofrecerle un amor que él nunca había merecido.
Mateo se levantó de la silla bruscamente, como si necesitara moverse para alejarse de sus propios pensamientos. Caminó por la casa vacía, las manos apretadas en puños, su mente inundada por recuerdos que le perforaban el alma. Recordó la última vez que Clara le pidió un abrazo. Apenas podía hablar, sus pulmones debilitados por la enfermedad. Él, con la frialdad que había aprendido a perfeccionar, se limitó a mirarla desde el umbral de la puerta y salió de la habitación. No le ofreció ni una palabra de consuelo, ni una caricia para aliviar su dolor. Y ahora, ella lo perdonaba.
El perdón de Clara era lo más cruel que había recibido en su vida. Porque no lo merecía. Nunca lo había merecido. Se había casado con ella sabiendo que ella lo amaba más de lo que él la amaría jamás. Se había aprovechado de su bondad, de su disposición a darle todo sin pedir nada a cambio. Y cuando ella más lo necesitaba, cuando la enfermedad la debilitaba, él se había alejado, incapaz de lidiar con su fragilidad.
Los días posteriores a esa segunda carta fueron un torbellino de emociones. Mateo trató de seguir con su vida como si nada hubiera cambiado, pero no podía escapar de las palabras de Clara. El "perdón" resonaba en su cabeza como un eco interminable. Empezó a evitar las cosas que le recordaban a ella, incluso su propia casa. Las cortinas seguían cerradas, el polvo se acumulaba en los estantes, y el teléfono, que antes sonaba con llamadas de amigos preocupados, ahora guardaba un silencio sepulcral. Nadie llamaba ya. Nadie venía a verlo.
Una noche, mientras la lluvia seguía golpeando la ventana, Mateo se encontró frente al armario de Clara. Era el único lugar de la casa que no había tenido el valor de abrir desde su muerte. Lentamente, casi con temor, abrió la puerta y se encontró con su ropa, aún colgada, como si ella pudiera volver en cualquier momento a buscarla. El aroma de jazmín lo envolvió, haciéndolo retroceder por un momento. Pero no podía escapar. No esta vez.
Entre las prendas, encontró una caja pequeña de madera que nunca había visto antes. Al abrirla, descubrió más cartas, cartas que ella había escrito antes de morir. La mayoría estaban sin sello, como si nunca hubiera tenido la intención de enviarlas. Eran notas que Clara había escrito para sí misma, confesiones que nunca pensó que Mateo leería. Las cartas hablaban de amor, de dolor, de esperanza, pero también de una tristeza profunda que ella nunca le mostró. En esas páginas, Clara revelaba sus dudas, su miedo a que Mateo nunca la hubiera amado como ella lo amó.
“Hoy te vi desde la ventana,” escribió en una de las cartas, “y me pregunté en qué momento dejaste de mirarme con cariño. No puedo recordar cuándo fue la última vez que me sonreíste.”
Mateo sintió un nudo en la garganta al leer esas líneas. Ella había sabido todo el tiempo. Sabía que él se había apartado, que su amor se había convertido en resentimiento, y aun así, ella lo perdonaba. Se aferró a la carta, sus manos temblaban mientras las lágrimas que había reprimido durante meses comenzaron a caer silenciosamente.
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Editado: 18.09.2024