Mateo despertó al amanecer, su cuerpo aún enredado en las sábanas, con la sensación de haber sido tragado por un sueño inquietante. Pero no había sido un sueño. Las cartas de Clara estaban ahí, apiladas sobre la mesa de noche, la caja de madera abierta junto a ellas, revelando todas las confesiones que nunca debió leer. Durante horas se había quedado ahí, sumergido en cada palabra, reviviendo una vida que ahora parecía lejana, pero que lo tenía atrapado, incapaz de avanzar.
Se levantó de la cama pesadamente, sus piernas tambaleantes como si llevara un peso invisible. La casa seguía en sombras; los rayos débiles del sol apenas se colaban por las rendijas de las persianas. No encendió la luz. Vivía en la penumbra, en la misma oscuridad que él había creado.
El día se deslizaba sin sentido, cada hora era una copia exacta de la anterior. A veces se detenía a observar el buzón desde la ventana, preguntándose si habría otra carta. No quería que llegara, pero al mismo tiempo, la esperaba con ansias, como si solo a través de esas palabras pudiera sentir algo. Su vida ya no le pertenecía; estaba atada a esos trozos de papel que llegaban mes tras mes, como si Clara no se hubiera ido realmente. Como si aún pudiera alcanzarla de alguna manera.
La tercera carta llegó una tarde nublada. Mateo la vio antes de que el cartero tocara el timbre. Corrió al buzón y arrancó el sobre de las manos del hombre sin decir una palabra, cerrando la puerta con fuerza tras de sí. Sus dedos temblaban al abrirla.
Esta vez, el contenido de la carta era diferente. Clara no hablaba de perdón. No hablaba de amor. Esta vez, la carta era un reflejo de su soledad, de su dolor no compartido.
“Mateo,” comenzaba la carta, “hoy ha sido uno de esos días en los que me siento invisible. Sé que estás ahí, sé que estamos en la misma casa, pero parece que estoy sola. Me pregunto si alguna vez te das cuenta de mi presencia. A veces me pregunto si me recuerdas como era antes de enfermarme, o si ahora solo soy una sombra para ti.”
Mateo se dejó caer en el sofá, incapaz de contener el nudo que se formaba en su pecho. Recordaba esos días perfectamente, esos momentos en los que ella trataba de acercarse a él, de hacerle preguntas triviales, buscando una conexión que él no le devolvía. La imagen de Clara, sentada al pie de la cama, con sus manos temblorosas y su rostro pálido, le vino a la mente como una bofetada. Ella había estado ahí todo el tiempo, y él la había ignorado. No porque no la viera, sino porque no quería verla. Verla era enfrentarse a su propio fracaso como esposo, como hombre.
Las siguientes líneas lo destrozaron aún más.
“Recuerdo la última vez que intenté hablarte de cómo me sentía. Te pedí que vinieras a la cama conmigo, que simplemente me abrazaras, pero me miraste como si te pidiera algo imposible. Y después, cuando me giré para dormir, escuché la puerta cerrarse. Sé que te fuiste de la casa esa noche. Me pregunté a dónde habías ido. No te lo pregunté al día siguiente. Supongo que, en el fondo, ya sabía la respuesta.”
Mateo sintió que la habitación daba vueltas a su alrededor. Recordaba esa noche. Clara le había pedido lo único que realmente había necesitado de él: compañía. Pero él había salido, incapaz de soportar la presión de estar a su lado, la carga de verla tan vulnerable. Se había ido al bar, había bebido hasta que su mente quedó en blanco, sin pensar en nada, sin recordar nada. Ahora, esa misma noche volvía a perseguirlo, cada detalle lo golpeaba como una ola incesante.
Cerró los ojos, tratando de escapar de la imagen de Clara, pero no había refugio posible. Cada rincón de la casa, cada rincón de su mente, estaba saturado de su recuerdo. Pero lo que más lo torturaba no era su ausencia, sino el hecho de que ahora, tras su muerte, él sentía más su presencia que nunca antes.
El peso de la carta lo aplastaba. Quería destruirla, quemarla, eliminarla de su vida para siempre, pero no pudo. En lugar de eso, la dejó junto a las otras dos, alineadas cuidadosamente en la mesa como si fueran reliquias de un pasado del que no podía escapar.
Los días continuaron arrastrándose en una monotonía gris. Mateo dejó de salir de la casa por completo. La despensa se vaciaba, pero no le importaba. Apenas comía, apenas dormía, viviendo en una especie de trance entre el dolor de las cartas y la desesperación de esperar la próxima. Ya no había espacio para nada más. Las paredes se cerraban a su alrededor, y con ellas, el recuerdo de Clara se hacía cada vez más fuerte, más palpable.
Una tarde, decidió salir al jardín. La maleza había cubierto las flores que Clara solía cuidar con tanto esmero. Las margaritas y lavandas estaban marchitas, aplastadas por la indiferencia y el tiempo. Se agachó frente a una planta que había muerto completamente, sus hojas secas crujieron bajo sus dedos.
Recordó cómo ella solía pasar horas en ese jardín, con las manos llenas de tierra, pero con una sonrisa que iluminaba su rostro. Incluso cuando la enfermedad comenzaba a hacer estragos en su cuerpo, ella encontraba la fuerza para salir al jardín y cuidar de sus plantas. Le gustaba verlas florecer, decía que le daban esperanza. Mateo nunca lo entendió.
Sintió un nudo en la garganta al recordar una tarde en particular. Clara estaba inclinada sobre las lavandas, respirando con dificultad pero con esa misma sonrisa. Le había pedido que se sentara con ella, que la acompañara. “Solo un momento”, había dicho, su voz suave y entrecortada. Él había resoplado, molesto, y se había ido sin decir nada. No podía soportar verla así, y se lo hacía pagar a ella con su indiferencia.
Pero ahora, cada flor marchita parecía una pequeña lápida, un recordatorio de lo que había perdido, de lo que había destruido.
De pie en medio del jardín, con el cielo gris sobre su cabeza y el eco de la lluvia en la distancia, Mateo sintió cómo el peso de su culpa finalmente lo aplastaba por completo. Había destruido lo más puro y hermoso que había tenido en su vida, y no había forma de recuperarlo. Las cartas, las palabras de Clara, su perdón... todo eso no hacía más que intensificar su dolor.
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Editado: 18.09.2024