Prólogo
Cartas desde el abismo
¿Por qué esperaste que fuera de noche para empujarme al abismo? ¿Acaso la oscuridad era tu cómplice, tu confidente necesario? Sabías que nadie escucharía el eco de mi caída, que el silencio devoraría mi grito como la tierra traga la lluvia. En pleno día habrías tenido que mirarme a los ojos, enfrentar el espejo de tu traición. Pero elegiste la cobardía de las sombras, el momento preciso en que mi confianza dormía y mi guardia había bajado las armas.
Al día siguiente me viste tirado entre los escombros de lo que fui. ¿Por qué permitiste que seres carroñeros mutilaran mis carnes y bebieran mi sangre? Te quedaste ahí, inmóvil, contemplando el espectáculo de mi destrucción como quien observa una pintura en un museo. ¿Acaso mi corazón no era tuyo? ¿No habías jurado protegerlo, guardarlo como el tesoro más preciado? Pero allí estaba, expuesto y sangrante, mientras tú permanecías a una distancia calculada, lo suficientemente cerca para presenciar mi agonía, lo suficientemente lejos para evadir cualquier responsabilidad.
Llegó la lluvia con su peso de cielo roto, ¿y por qué dejaste que me arrastrara? El agua se llevó los pedazos de mí que aún resistían, diluyó mi esencia en el lodo del olvido. Pudiste extender la mano, bastaba un gesto, una palabra. Pero te quedaste de pie, resguardada bajo tu paraguas de indiferencia, viendo cómo la corriente me convertía en desecho, en algo que alguna vez existió pero que ya no merece nombre ni memoria.
Tus ojos son como reflectores, potentes y cegadores cuando decidías iluminarme. Y por eso sé que te has ido, pues en mi vida hay mucha oscuridad ahora. Una oscuridad densa, viscosa, que se pega a la piel y penetra hasta los huesos. Antes caminaba guiado por tu mirada; ahora tropiezo con cada paso, extiendo las manos en la nada, busco referencias que ya no existen. Me he convertido en un ciego que alguna vez conoció los colores.
Yo te he amado más que tus amantes, más que todos esos nombres que pasaron por tu vida como estaciones de tren. Cada vez que ellos se fueron —asustados por la falta de belleza o la novedad que has perdido con el tiempo— yo siempre estuve a tu lado. Mientras ellos buscaban superficies pulidas y cuerpos sin historia, yo amaba tus cicatrices, tus arrugas apenas insinuadas, esas marcas que el calendario dejaba en tu piel como quien firma una obra de arte. Ellos huían cuando descubrían que eras humana; yo me quedaba precisamente por eso.
Sabía que te daba miedo dormir sola, ese terror antiguo que te hacía revisar las sombras de tu habitación. Por eso regresaba cuando tus ojos tenían ojeras, cuando las noches sin sueño te habían dejado esa mirada de animal herido. No me llamabas, no tenías que hacerlo. Yo sentía tu insomnio como si fuera mío, como si nuestros miedos compartieran el mismo pulso. Y aparecía en tu puerta, a veces a medianoche, otras al amanecer, porque sabía que me necesitabas aunque tu orgullo nunca lo admitiera.
Hoy me pareció haberte visto caminando en un parque, entre los árboles que comienzan a desnudarse para el otoño. Pero era solo una sombra que se parecía a ti: la misma forma de inclinar la cabeza, ese paso ligero que siempre tuviste. Me acerqué como un idiota esperanzado, el corazón acelerado, las palabras ya formándose en mi boca. Pero la figura se disolvió en otra persona, en un rostro que no era el tuyo. Últimamente hay muchas sombras que puedo confundir contigo. Te veo en cada esquina, en cada silueta que se recorta contra la luz. Mi mente te inventa donde no estás, te busca con desesperación de náufrago, se niega a aceptar que te has ido para siempre.
¿Qué estaré pagando con esta triste soledad? ¿Qué deuda arrastro, qué pecado cometí en alguna vida anterior o en esta misma para merecer este exilio del alma? Me despierto en mitad de la noche y el silencio es tan absoluto que duele, tan denso que cuesta respirar. Las paredes de mi cuarto son testigos mudos de mis conversaciones contigo, esas charlas que sostengo con tu fantasma, esperando respuestas que nunca llegan.
Si esta vez no regresas, ojalá nunca más lo hagas. Déjame en paz. Permite que cicatrice, que olvide la forma exacta de tu rostro, el sonido de tu risa, el tacto de tu piel. Porque cada vez que vuelves, aunque sea en forma de recuerdo o espejismo, arrancas de nuevo las costras de mis heridas. Y yo vuelvo a sangrar, vuelvo a caer en ese abismo que tú misma cavaste. Así que vete de una vez, desaparece completamente, borra tu huella de mi memoria. O quédate para siempre, pero no me tortures con este ir y venir, con esta presencia que es ausencia, con este amor que se ha convertido en ruina.
La decisión, como siempre, es tuya. Yo ya no tengo voz en este asunto. Solo me queda esperar en la soledad, sabiendo que tus reflectores han iluminado otros caminos, otros rostros, otras oscuridades que no son la mía.