Sería justo que yo amara a una mujer.
Después de tantas batallas contra mí mismo,
después de haberme encontrado en las ruinas de quien fui
y reconstruirme con paciencia de artesano,
sería justo que el universo me concediera
el privilegio de amar sin miedo.
Mis últimas lunas son las más románticas.
Ya no busco la pasión que arde y devora,
sino aquella que ilumina sin quemar,
la que calienta las noches frías del alma
y permite ver con claridad en la oscuridad.
He aprendido que el verdadero romance
no está en los gestos grandilocuentes,
sino en la constancia suave de estar presente.
Mi alma anhela entregarse a quien sepa comprender
que llevo cicatrices que no se ven,
que hay días en que necesito silencio
y otros en que necesito ser escuchado sin palabras.
Busco a alguien que entienda que el amor maduro
no exige perfección, sino autenticidad;
no promete eternidad, sino presencia plena
en cada instante compartido.
Sería justo que yo amara a una mujer
no con la urgencia de quien teme perderla,
esa ansiedad que asfixia y convierte el amor en prisión,
sino con la serenidad del amor que no se apresura,
que confía en que lo verdadero permanece
sin necesidad de cadenas ni juramentos desesperados.
Pues cada momento compartido es un tesoro
que no necesita más justificación que su propia existencia.
Cada conversación al amanecer,
cada risa compartida ante lo absurdo de la vida,
cada silencio cómodo donde no hace falta llenar el vacío
porque no hay vacío que llenar.
Y cada mirada un cofre donde guardarlo,
un archivo secreto del corazón
donde se preservan esos segundos perfectos
en que dos almas se reconocen
sin necesidad de explicaciones.
Esas miradas que dicen "te veo, realmente te veo",
y es suficiente.
Sería justo que me amara una mujer
porque tengo días para abrir espacio para ella.
No hablo de huecos vacíos en mi agenda,
sino de espacios verdaderos en mi existencia:
en mis pensamientos matutinos,
en mis proyectos futuros,
en la arquitectura misma de mi vida.
He ordenado mi mundo interior
para que haya lugar donde ella pueda habitar
sin tener que desplazar a nadie,
sin tener que competir con fantasmas del pasado.
Porque soy capaz de escuchar sus silencios
con la misma atención con que escucho sus palabras.
He aprendido que lo más importante
a veces se dice en los espacios entre las frases,
en el tono de voz que cambia imperceptiblemente,
en la mirada que se desvía por un instante.
Sé que escuchar es un arte
que requiere presencia total y genuina curiosidad.
Y entender sus palabras más allá de lo dicho,
descifrar el idioma único de su corazón,
aprender sus metáforas personales,
reconocer cuándo "estoy bien" significa "necesito que insistas",
y cuándo significa realmente "dame espacio".
Quiero ser traductor de sus emociones,
no para interpretarlas por ella,
sino para ayudarla a expresarlas cuando le falten palabras.
Sería justo que me amara una mujer
con la integridad de quien ha conocido la pérdida
y sabe que nada es eterno,
que por eso mismo cada instante vale oro puro.
Alguien que no ame desde la ingenuidad,
sino desde la sabiduría de quien ha llorado
y ha vuelto a levantarse más fuerte.
Y ha aprendido a valorar cada instante de alegría
como el milagro que realmente es.
Que sepa reír con todo el cuerpo
cuando la vida ofrece sus pequeñas victorias,
que pueda celebrar lo ordinario
porque comprende que lo ordinario es extraordinario
cuando se vive con consciencia plena.
Sería justo que me amara una mujer
porque ofrezco una mano firme
si ella se hunde en las aguas oscuras del dolor,
de la ansiedad, de las crisis que todos enfrentamos.
No prometo resolverlo todo,
no pretendo ser su salvador,
pero prometo no soltarla,
prometo ser ancla cuando necesite estabilidad
y vela cuando necesite avanzar.
He cultivado la fortaleza suficiente
para sostenerla sin hundirme yo también,
para ser apoyo sin ser muleta.
Sería justo que yo amara a una mujer
y que ella me correspondiera
como se saborea un café bien hecho:
con pausa, con atención plena,
disfrutando cada nota de su complejidad,
sin prisa por llegar al final de la taza.
Ese tipo de amor que se degusta,
que calienta desde dentro,
que despierta los sentidos
y convierte cada mañana en ritual sagrado.
Un amor que no se consume por obligación,
sino que se celebra con gratitud.
Que no es perfecto en su sabor,
pero es exactamente lo que necesitamos:
amargo cuando es necesario,
dulce en su justa medida,
con la temperatura perfecta
para templar el frío de este mundo.
Sería justo que yo amara a una mujer
y que ella me amara también.
No porque yo lo merezca necesariamente,
sino porque ambos hemos caminado lo suficiente
para saber qué es lo que buscamos.
Porque hemos madurado hasta el punto
en que el amor ya no es un campo de batalla,
sino un jardín que cultivar juntos.
Sería justo.
Y si el universo escucha esta plegaria silenciosa,
quizás algún día,
bajo alguna luna romántica,
nuestros caminos se encuentren
y reconozcamos en el otro
lo que hemos estado buscando:
no la media naranja que complete,
sino el compañero que camine a nuestro lado
mientras ambos estamos ya completos
pero elegimos, libre y conscientemente,
compartir el camino.
Sería justo que yo amara a una mujer
y que ella me amara a mí.