Cartas que Nadie Envió

Capítulo 2 - El nombre detrás de las cartas

El amanecer rompió sobre la ciudad como una herida abierta.
Eloy apenas había dormido. Cada vez que cerraba los ojos, veía trozos de cartas, palabras flotando en la oscuridad, rostros inventados que se deshacían antes de alcanzar algún sentido.
A las seis de la mañana, ya estaba de pie.

Caminó por el departamento vacío mientras el hervidor emitía su canto metálico en la cocina. Una taza de café amargo en una mano y la caja de cartas en la otra, Eloy se sentó frente a la ventana y contempló el mundo despertar.

Había una dirección en una de las cartas.
Solo una, escrita con una urgencia que el resto no tenía.
No estaba sellada, ni enviada.
Era apenas un susurro: un intento fallido de alcanzar a Lucía.

Calle Olmo 112.

Eloy buscó en su celular, incrédulo de que existiera todavía.
Existía.
Un pequeño barrio en el borde de la ciudad, sobreviviente de las reformas urbanas que todo lo devoran.

Se vistió sin pensar demasiado: jeans gastados, una chaqueta vieja, las zapatillas que usaba para todo. Se llevó la carta doblada en el bolsillo, como un talismán, y salió a enfrentar un aire que olía a tierra mojada y a algo por venir.

El trayecto fue largo.
Dos combinaciones de metro y un trecho a pie, entre calles angostas donde las casas parecían encogerse unas contra otras, buscando calor o perdón.

Cuando llegó a Calle Olmo, sintió que había retrocedido en el tiempo.
Los buzones oxidados, las fachadas con grietas profundas, las ventanas semicerradas. Cada puerta era una cápsula sellada del pasado.

112.
La casa era una de las pocas que seguía en pie con algo de dignidad: blanca, con un pequeño jardín en ruinas y una verja que apenas colgaba de sus bisagras.

Eloy dudó.
No llevaba un plan.
Solo la certeza de que debía estar allí.

Golpeó la puerta.

Nada.

Golpeó de nuevo, más fuerte.

Pasaron unos segundos.
Luego, un sonido de pasos arrastrados, una cerradura chirriando, y finalmente una voz femenina al otro lado.

—¿Sí? —preguntó, con cautela.

La puerta se entreabrió lo suficiente para mostrar un par de ojos castaños, brillantes y desconfiados.
Ojos que no pertenecían a una anciana, como Eloy había esperado, sino a alguien apenas mayor que él.

Se quedó mudo un instante.
No había preparado ninguna excusa.

—Eh… disculpa —balbuceó—. Estoy buscando a Lucía.

La joven frunció el ceño.

—Lucía... —repitió, como saboreando el nombre—.
Mi abuela.

La palabra cayó entre ellos como una piedra en un estanque.

Eloy tragó saliva.
Todo lo que había imaginado, todos los escenarios que había construido en su mente durante la noche, se desmoronaron en un solo golpe.

La joven abrió un poco más la puerta.
Llevaba un suéter largo, las mangas cubriéndole las manos, y el cabello recogido en un moño desordenado.
Era hermosa de una manera austera, casi involuntaria.

—¿Quién eres? —preguntó, sin suavidad.

Eloy dudó entre contar la verdad o inventar algo menos perturbador.

—Me llamo Eloy —dijo finalmente—.
Me mudé hace poco a un departamento en la ciudad. Encontré algo que creo que le pertenecía a tu abuela.
Una caja… con cartas.

Los ojos de la joven se endurecieron.

—¿Cartas?

—Sí. Escritas para ella. Nunca enviadas.

Hubo un silencio espeso.
El tipo de silencio que podía abrirse en dos como una grieta si no se manejaba con cuidado.

Finalmente, la joven abrió la puerta por completo.

—Entra —dijo, sin invitación en su voz, solo una resignación tensa.

Eloy la siguió adentro.
El interior de la casa era una mezcla de tiempos: un televisor viejo sobre una chimenea clausurada, cortinas bordadas a mano, fotografías enmarcadas en las paredes.
Todo olía a historia y a abandono reciente.

—Me llamo Amelia —dijo ella, sin mirarlo—.
Lucía murió hace cinco años.

Eloy asintió, sintiendo una punzada en el estómago que no supo de dónde venía.

Se sentaron en un pequeño salón lleno de plantas mustias.
Eloy sacó la carta doblada de su bolsillo y se la tendió.

Amelia la tomó con dedos temblorosos, pero no la abrió.
La sostuvo como si quemara.

—¿Las leíste? —preguntó, sin levantar la vista.

—Algunas —admitió Eloy—.
No era mi intención invadir nada.
Simplemente… no pude evitarlo.

Amelia cerró los ojos un segundo, como conteniendo algo, y luego suspiró.

—Mi abuela no hablaba mucho de su pasado.
Siempre decía que había cosas que era mejor dejar dormir.

Eloy guardó silencio.
Sentía que cualquier palabra podía ser un error.

Finalmente, Amelia abrió la carta.

Sus ojos recorrieron las líneas con una expresión que Eloy no supo descifrar: no era tristeza, ni rabia, ni alegría.
Era una mezcla frágil de todo eso, teñida de una nostalgia que parecía no pertenecerle del todo.

—¿Qué quieres de esto? —preguntó, alzando la vista.

Eloy no supo qué responder.
No quería nada material.
No buscaba respuestas claras.
Solo sabía que había algo incompleto en esa historia… y que, de algún modo, su propia vida dependía de completarla.

—Quiero entender —dijo al fin, con voz baja—.
Entender lo que pasó.
Con ella.
Con quien le escribió.

Amelia lo miró largo rato, como midiendo su alma en silencio.

Finalmente, asintió.

—Está bien —dijo—.
Pero no será fácil.

Eloy sonrió apenas.

Nada verdaderamente importante lo era.




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