Cartas que Nadie Envió

Capítulo 11 - Donde los ecos aún resuenan

La mañana siguiente amaneció pálida y fría.

Eloy y Amelia, aún envueltos en una extraña mezcla de ternura y nerviosismo, se lanzaron a la ciudad con un solo objetivo: encontrar a Ismael.

No había mapas.
No había direcciones claras.
Solo fragmentos, rumores, trozos de una historia vieja que el tiempo y el silencio habían intentado sepultar.

Empezaron por lo obvio.

Consultaron archivos digitales de la ciudad.
Buscadores de personas, registros de asociaciones culturales, listas de antiguos militantes políticos.
Pero todo parecía deshacerse en humo.

Fue Amelia quien tuvo la primera corazonada:

—Si mi abuela y él eran perseguidos —dijo—, es probable que haya cambiado de nombre.
O que haya desaparecido en un rincón pequeño.
Un lugar donde nadie preguntara demasiado.

Eloy asintió.
Santa Brisa era demasiado obvio.
Debían pensar en otro tipo de escondite.

Pasaron horas recorriendo cafés antiguos, centros comunitarios, bibliotecas polvorientas.
Hablaban con ancianos que recordaban otras épocas, otros nombres, otras vidas.

Casi al final de la tarde, en un pequeño centro de veteranos, encontraron algo.

Un anciano de cabello blanco y manos temblorosas los recibió con amabilidad.

—¿Ismael Rojas? —repitió el nombre, arrastrando las palabras como si le dolieran—.
Hace mucho que no escuchaba ese nombre.

Amelia se inclinó hacia él, expectante.

—¿Lo conoció?

El hombre asintió, lentamente.

—Éramos jóvenes cuando todo eso pasó.
La policía lo buscaba.
Se decía que había huido lejos, a una zona rural, donde los viejos combatientes se retiraban para vivir en paz.

Amelia apretó las manos contra sus rodillas.

—¿Sabes dónde?
¿Dónde exactamente?

El anciano frunció el ceño, luchando contra la niebla de los años.

—Creo que… en un lugar llamado El Robledal.
Un caserío a unas horas de aquí.
Casi nadie vive allí ahora.
Pero algunos viejos aún resisten.

Amelia y Eloy intercambiaron una mirada rápida, una chispa de esperanza encendiendo sus ojos.

—Gracias —susurró Amelia—.
De verdad, gracias.

El hombre sonrió con tristeza.

—Si lo encuentran —dijo—, recuerden: a veces el tiempo no cambia a las personas… solo les enseña a esconderse mejor.

Salieron del centro casi corriendo.

La noche caía, la ciudad encendía sus faroles como brasas pálidas, y en sus corazones algo ardía también: una mezcla de expectación y miedo.

Mientras caminaban de regreso al departamento, Amelia no soltó la mano de Eloy.

—¿Y si no quiere vernos? —preguntó, en voz baja, como si temiera invocar la posibilidad.

Eloy apretó su mano.

—Entonces al menos sabrá que alguien aún recuerda.
Que alguien aún importa.

Amelia asintió, pero sus ojos estaban nublados por la incertidumbre.

Cuando llegaron al edificio, subieron las escaleras casi en silencio.

Dentro del departamento, Eloy puso a hervir agua para el té.
Amelia se sentó en el suelo, abrazando sus rodillas, observando el parpadeo errático de las luces de la ciudad.

No necesitaban hablar para entenderse.

La búsqueda de Ismael no era solo por curiosidad.
Era una forma de redención.
Una manera de sanar heridas que ellos mismos apenas empezaban a reconocer.

Al día siguiente, partirían hacia El Robledal.

Pero por ahora, solo quedaba el silencio compartido.

Un silencio que, por primera vez, no era vacío.

Era un silencio lleno de promesas, de miedos, de esperanzas.

Un silencio lleno de amor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.