Cartas que Nadie Envió

Capítulo 12 - Lo que el tiempo dejó atrás

El Robledal no era un pueblo.
Era un susurro.

Un par de casas esparcidas entre caminos de tierra, un par de faroles oxidados que ya no encendían, árboles viejos cuyos troncos parecían retorcerse hacia el cielo en busca de algo que nunca encontrarían.

Cuando Eloy y Amelia bajaron del bus polvoriento, lo primero que sintieron fue el silencio.

Un silencio tan denso que parecía tener peso propio.

El viento arrastraba hojas secas sobre el suelo agrietado, y el aire olía a madera podrida, a tierra húmeda, a despedidas no pronunciadas.

Caminaron sin rumbo claro, cruzando miradas con los pocos rostros que asomaban tímidamente detrás de ventanas rotas o puertas entreabiertas.

Finalmente, encontraron un pequeño almacén.
Más un refugio que un negocio real.

El anciano que atendía, de espalda encorvada y mirada vidriosa, los observó sin sorpresa.

Amelia se adelantó, su voz temblando apenas.

—Buscamos a alguien.
Un hombre mayor… podría llamarse Ismael.

El viejo dejó escapar un suspiro que parecía arrastrar siglos.

—Aquí todos los viejos tienen nombres olvidados —murmuró—.
Pero... puede que encuentren al que buscan en la casa azul, al final del camino.

Señaló un sendero cubierto de maleza.

—¿Vive solo? —preguntó Eloy.

El anciano dudó.

—No vive del todo —respondió, enigmático.

La respuesta les dejó un nudo en el pecho.

Agradecieron y se encaminaron hacia la dirección indicada.

El sendero era angosto, flanqueado por robles que dejaban pasar apenas jirones de luz.

Al fondo, como una mancha de color en un mundo de grises, se alzaba una pequeña casa de madera pintada de azul descascarado.

La puerta estaba entreabierta.

Se miraron, un instante de duda temblando entre ellos.

Eloy golpeó con los nudillos.

—¿Señor Ismael? —llamó.

Un silencio.
Luego, pasos arrastrados.

La puerta se abrió un poco más.

Y allí estaba.

Un hombre muy mayor, de cabello completamente blanco, la piel surcada de arrugas profundas, los ojos apagados como cenizas frías.

Miraba, pero no parecía ver.

Amelia dio un paso al frente.

—¿Ismael? —repitió, con la voz quebrada.

El anciano parpadeó lentamente.

Una chispa ínfima, apenas un destello, cruzó sus pupilas.

—¿Lucía? —susurró.

Amelia se llevó las manos a la boca, conteniendo un sollozo.

Eloy entendió, de golpe, la verdad.

Ismael seguía vivo.
Pero su mente ya no era plenamente suya.

El tiempo, el dolor, el exilio, lo habían erosionado como la marea a una roca.

Vivía atrapado entre memorias rotas, confundiendo rostros, mezclando tiempos.

Aun así, había algo en su mirada: un amor que no había muerto del todo.
Un eco lejano, deformado pero resistente.

Amelia se acercó, lentamente.

—No —dijo, con voz temblorosa pero firme—.
No soy Lucía.
Soy Amelia.

Ismael frunció el ceño, como si luchara contra un mar de niebla.

Pero entonces, sonrió.
Una sonrisa frágil, desdentada, pero real.

—Lucía... —murmuró de nuevo, tendiendo una mano temblorosa.

Amelia la tomó.

No para corregirlo.
No para forzarlo a recordar.
Sino para acompañarlo, aunque fuera en su último refugio de memoria.

Eloy observó en silencio, el corazón apretado en el pecho.

Comprendió, con una claridad dolorosa, que a veces no venimos a sanar heridas.
Venimos a sostenerlas.
A honrarlas.

Pasaron un rato con Ismael, sentados en el pequeño porche desvencijado.

Él hablaba de cosas inconexas: de días de playa, de cartas nunca enviadas, de promesas susurradas bajo cielos ajenos.

Amelia escuchaba, lágrimas silenciosas surcando sus mejillas.

Cuando el sol comenzó a caer, supieron que era hora de marcharse.

Eloy se inclinó hacia Ismael y, en voz baja, le dijo:

—Ella no te olvidó.

El anciano sonrió otra vez, cerrando los ojos como si esas palabras fueran un bálsamo, un último regalo.

Se alejaron del caserío en silencio, dejando atrás la casa azul y al hombre que amó tanto que aún recordaba a quien había perdido, incluso cuando todo lo demás se había borrado.

Caminaron de regreso al mundo real, sabiendo que la historia no había tenido un final feliz.

Pero también sabiendo que, de algún modo, habían cerrado un círculo que había quedado abierto demasiado tiempo.

La historia de Lucía e Ismael no tendría un "felices para siempre".

Pero la de Eloy y Amelia
Esa aún estaba escribiéndose.




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