El amor, descubrieron Eloy y Amelia, no era una explosión de fuegos artificiales.
Era café compartido en tazas desportilladas.
Era caminar juntos bajo la lluvia sin paraguas.
Era discutir por quién dejaba la ventana abierta y luego reírse de lo absurdo que era todo.
Era cotidiano.
Imperfecto.
Real.
Amelia se mudó al departamento de Eloy unas semanas después.
No fue una gran decisión dramática.
Simplemente sucedió: una maleta olvidada, una almohada adicional, un cepillo de dientes que no volvió a irse.
Sus vidas se entrelazaron en pequeños gestos.
Eloy aprendió que Amelia necesitaba silencio por las mañanas, café cargado y música instrumental de fondo.
Amelia descubrió que Eloy escribía notas en libretas viejas y las dejaba por toda la casa como mensajes secretos.
Discutieron, claro.
A veces por tonterías: por las horas, por los horarios distintos, por la ropa amontonada.
Pero nunca discutieron por miedo o por orgullo.
Cuando el enojo amenazaba con crecer, recordaban lo frágil que era todo, lo fácil que era perder lo que amaban, y se encontraban de nuevo, en abrazos callados, en disculpas sinceras.
El amor, entendieron, no era no pelear.
Era saber siempre cómo volver.
Los días se sucedieron como páginas gastadas de un libro que no querían terminar.
Entre clases de arte de Amelia, escritos de Eloy, tardes en cafés olvidados y noches de películas mal proyectadas, la vida encontró su ritmo.
Hasta que, una tarde cualquiera, la carta apareció.
Eloy llegó a casa después de un día largo.
Sobre la mesa de la cocina, junto a las llaves y un par de recibos, había un sobre.
Sin remitente.
Sin sello.
Solo un nombre escrito con letra temblorosa:
"Para Amelia."
Eloy lo sostuvo unos segundos, sintiendo un mal presentimiento reptar bajo su piel.
Amelia salió del baño, secándose el cabello con una toalla.
Cuando vio el sobre en sus manos, se detuvo.
El silencio cayó sobre ellos como un telón inesperado.
—¿De dónde vino eso? —preguntó, en voz baja.
Eloy negó con la cabeza.
—No sé. Estaba aquí cuando llegué.
Amelia se acercó despacio.
Tomó el sobre con manos trémulas.
Por un instante pareció dudar.
Luego, con un movimiento rápido, lo abrió.
Dentro, una sola hoja.
Unas pocas líneas escritas a mano.
La leyó en silencio.
Y su rostro cambió.
Primero sorpresa.
Luego dolor.
Luego algo más oscuro, más difícil de nombrar.
Eloy dio un paso hacia ella.
—¿Qué dice?
Amelia levantó la vista.
Sus ojos brillaban, pero no por felicidad.
—Es de mi madre —susurró, como si decirlo en voz alta le doliera más.
Eloy frunció el ceño.
—¿Qué quiere?
Amelia soltó una carcajada amarga.
—Quiere que vuelva a casa.
Quiere que olvide toda esta locura de las cartas, de Lucía, de Ismael.
Quiere que deje esto atrás…
y que también te deje a ti.
El golpe fue sordo.
Silencioso.
Pero devastador.
Eloy la miró.
Amelia bajó la cabeza, apretando el papel contra su pecho.
—Dice que estoy repitiendo los mismos errores de mi abuela —murmuró—.
Que enamorarme de ti es condenarme a perderlo todo.
El silencio entre ellos fue distinto esta vez.
Más denso.
Más doloroso.
Eloy sintió, por primera vez en mucho tiempo, el viejo miedo morderle el corazón.
El miedo a perder.
El miedo a que todo, todo, fuera demasiado frágil para sostenerse.
Pero no dijo nada.
No aún.
Amelia se dejó caer en el sofá, sosteniendo la carta como si quemara.
Eloy la miró, de pie, sin saber si acercarse o dejarla espacio.
La historia que creyeron haber cerrado estaba, de repente, abriéndose otra vez.
No como una herida, sino como una elección.
Una elección que solo Amelia podía hacer.
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Editado: 28.04.2025