Pasábamos horas frente a la pantalla.
Sin hablarnos.
Sin mirarnos.
Sin tocarnos el alma.
Ver una película juntos se volvió nuestra rutina.
Nuestra forma de “estar”.
Pero también nuestra manera de huir de todo lo que no sabíamos decir.
Y yo…
yo esperaba que en medio de esas escenas
te naciera una caricia.
Una palabra.
Un “te extraño”.
Pero no llegaba.
Porque lo que veíamos en la pantalla
era mucho más real
que lo que estábamos viviendo.
⸻
A veces me reía de las películas,
solo para escucharte reír conmigo.
O te preguntaba si te gustaba la historia,
para forzar una conversación que no querías tener.
Tú, en cambio, te quedabas en silencio.
O me decías que tenías dolor de cabeza.
Y yo aprendí a no insistir,
a no hablar mucho,
porque parecía que mis palabras te cansaban.
Hasta que llegó un punto en el que me sentía una molestia
en lugar de una compañera.
⸻
La verdad es que yo no quería ver películas todos los días.
Yo quería hablar contigo.
Quería saber qué te hacía feliz, qué te asustaba,
si alguna vez pensaste en mí mientras caminabas por la calle.
Yo quería hablar de cosas que importan:
de tu infancia, de tus sueños,
de lo que sentías al verme a través de la pantalla.
Pero tú solo ponías otra serie,
otra excusa,
otro silencio.
Y así fue como empezamos a perder lo que nunca terminamos de construir.
⸻
Ver películas no es malo.
Lo triste es que fue lo único que nos unía.
Y yo me estaba conformando con eso,
con ser tu compañía pasiva,
con existir a tu lado sin ocupar espacio.
⸻
¿Sabes lo que duele más que estar sola?
Estar con alguien que no quiere verte.
Que te escucha por obligación.
Que se despide rápido.
Que prefiere la ficción de una pantalla
a la verdad de tus ojos.
Y yo me merezco más que eso.
Me merezco presencia.
Palabras.
Conversaciones que no terminen en créditos.
Amor que no se pause.