Nunca entendí en qué momento
mi voz se convirtió en ruido para ti.
Yo solo quería contarte cosas.
Lo que pensaba, lo que soñaba,
lo que me dolía.
Quería hablar contigo como lo hacen los que se aman.
Quería que hablar fuera un puente,
no un castigo.
Pero tú empezaste a suspirar cuando yo empezaba a hablar.
A mirar a otro lado.
A responder con monosílabos.
A decirme que te dolía la cabeza.
Y yo aprendí a callarme.
Porque me dio miedo aburrirte.
Miedo molestarte.
Miedo perderte.
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Y lo más triste es que ni siquiera hablaba para que me dieras una solución.
Solo quería que me escucharas.
Que me vieras.
Que me dijeras: “cuéntame más”.
Pero tú apagabas la cámara.
Cambiabas de tema.
Y yo sentía que estaba gritando dentro de una cueva vacía.
Y entonces sucedió lo peor:
empecé a dudar de mi esencia.
A pensar que quizás sí hablo demasiado.
Que soy intensa.
Que soy “mucho”.
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Pero no.
No soy mucho.
Soy exacta.
Soy palabra viva.
Soy emoción honesta.
Soy presencia.
Y merezco a alguien
que no me calle con excusas.
Sino que se quede conmigo escuchando
aunque no entienda todo.
Aunque no siempre sepa qué decir.
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Tú me enseñaste a callar.
Pero la escritura me enseñó a hablar sin pedir permiso.
Y si mis palabras te molestaban,
entonces no estabas hecho para mí.
Porque amar no es silenciar.
Es escuchar incluso lo que no se entiende.
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Hoy escribo esto sin miedo.
Porque si alguna vez sentiste que hablaba mucho,
es porque nunca te interesó realmente saber quién era yo.
Y si tú no quieres escucharme,
alguien más lo hará.
Quizás no una pareja.
Quizás una lectora.
Quizás una niña como yo, que sueña con ser escuchada.
Pero alguien.
Alguien me leerá y dirá:
“yo también me sentí así.”
Y entonces, mis palabras ya no serán ruido.
Serán eco.
Serán consuelo.