Era mi cumpleaños.
Y desperté con esa esperanza infantil
de que, por una vez,
alguien hiciera algo especial por mí.
No algo costoso.
No algo perfecto.
Solo algo que dijera:
“te veo, te valoro, me alegra que existas.”
Pero no.
No hubo flores.
No hubo sorpresa.
No hubo ni siquiera un intento.
⸻
Tú me dijiste “te amo” y ya está.
Como si con eso bastara.
Como si no supieras que yo me conformaba con tan poco
y aún así
no me diste ni eso.
Ni una carta.
Ni una llamada larga.
Ni una palabra que hiciera de ese día
algo distinto.
Solo silencio.
Y esa sensación amarga
de que, si yo no hubiera nacido ese día,
todo habría seguido igual.
⸻
¿Sabes lo que es mirar el celular
una y otra vez
esperando un mensaje que no llega?
¿Saber que alguien a quien tú celebras en silencio todos los días
no fue capaz de hacerte sentir especial por unas horas?
Yo sí lo sé.
Ese día no lloré por fuera,
pero mi pecho tenía un nudo
que no supe desatar.
Y me dije: “no llores, no seas dramática”.
Pero ¿cómo no llorar
cuando te sientes invisible
en el único día en que deberías brillar?
⸻
No era por el regalo.
Era por el gesto.
Por el tiempo.
Por el amor con forma de detalle.
Pero tú solo seguiste con tu rutina.
Y yo fingí que no me importaba,
mientras por dentro
me preguntaba si alguna vez
alguien me celebrará de verdad.
⸻
Ese día me prometí algo:
que si nadie me celebra,
lo haré yo.
Y cuando tenga mi casa,
mi vida,
mi paz,
celebraré cada cumpleaños como si fuera una victoria.
Porque lo es.
Porque seguir aquí,
después de todo lo que he vivido,
ya es motivo suficiente para aplaudirme.
Así que feliz cumpleaños,
a mí.
A la que sobrevive.
A la que ama sin medida.
A la que sigue creyendo
que un día será vista
como realmente merece.