Cartas que nunca envié

Capítulo 10

Ese día me rompí en silencio.
Me vi rogando,
implorando,
diciéndote con la voz quebrada:
“Por favor… no te vayas.”

Y tú, tan frío, tan tranquilo,
me miraste como quien ve algo que ya no necesita.

Me dijiste que querías un tiempo.
Un espacio.
Una pausa.

Y yo, con el corazón en la garganta,
te pedí que no.
Que por favor no.
Que no me dejaras,
aunque en el fondo ya te habías ido.

Nunca imaginé suplicarle amor a alguien.
Pero ahí estaba yo,
doblándome por dentro,
esperando que tu silencio se volviera un “está bien, me quedo”.

Y no lo fue.

Qué humillante es sentirse tan poca cosa.
Como si tu presencia fuera un favor,
como si tu amor fuera una limosna
y yo tuviera que aceptarla como fuera,
mendigando algo de atención
a cambio de callar lo que dolía.

Ese día me convertí en eco.
En sombra.
En todo lo que no quería ser.

Y aún así,
te entendí.
Te justifiqué.
Me hice pequeña para que te sintieras cómodo en mi ausencia.

Después de suplicarte,
seguimos hablando como si nada.
Como si no te hubieras ido emocionalmente.
Como si yo no te hubiera rogado con el alma en la mano
y tú no me hubieras respondido con indiferencia.

Qué irónico:
me aferré a alguien
que ya no estaba sosteniéndome.

Hoy, desde esta orilla más lúcida y menos rota,
quiero decirle algo a esa versión mía que se arrodilló:

Perdóname.
Perdóname por ponerte en esa situación.
Por convencerte de que era mejor rogar compañía
que abrazar tu soledad con dignidad.

No te merecías eso.
No tenías que pedir lo que debía ofrecerse solo:
presencia, amor, respeto.

El amor no debería doler así.
No debería pedir permiso para quedarse.

Y tú,
la que suplicó,
merece un amor que no huya.
Un amor que no necesite que le rueguen.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.