Cuando nadie me preguntaba cómo me sentía,
cuando no había un “¿cómo amaneciste?”
cuando la casa estaba llena pero yo me sentía vacía,
ustedes estaban ahí.
Dios.
Mis libros.
Y yo.
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A veces, solo podía orar.
No con palabras ordenadas.
Sino con lágrimas.
Con suspiros.
Con esas frases rotas que le decía a Dios como una niña:
“por favor, ayúdame a no rendirme.”
Nunca escuché su voz en forma humana,
pero sí lo sentí en los silencios que no me destruyeron.
En las madrugadas que sí sobreviví.
En las veces que escribí una frase
y me salvó de romperme del todo.
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Y luego estaban ellos:
los libros.
Esos trozos de mundo que me daban lo que la realidad no:
una historia donde el amor sí se quedaba,
donde la protagonista era elegida,
donde el final, aunque doliera, tenía sentido.
Leía como quien respira.
Como quien busca en otros lo que no encuentra en casa.
Como quien se aferra a una historia
porque la suya aún no sabe cómo contarla.
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Y en medio de todo eso, estaba yo.
Solita.
Con el celular apagado.
Sin nadie escribiéndome.
Sin nadie abrazándome.
Pero con Dios escuchándome.
Con los libros hablándome.
Y con mis palabras naciendo en un cuaderno.
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Aprendí a consolarme.
A refugiarme en la fe
cuando el amor no llegaba.
A hablar con Dios
como se habla con un amigo que no huye.
A llorar en silencio
sin sentirme débil.
A escribir para no explotar.
Y eso me sostuvo.
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Así que esta carta es para agradecer.
A ese Dios que no me gritó,
pero me susurró paciencia.
A esas historias que me recordaron que otras también sufrían.
Y a mí misma,
por no apagarme.
Por no dejar de escribir.
Por no dejar de creer.
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Gracias, refugios invisibles.
Ustedes sí se quedaron.
Incluso cuando todos se fueron.