Cartas sin respuesta

X

Algún lugar del mundo, Donde las palabras que nunca se dicen también pesan.

Querida E.,

No sé cómo empezar esto. Me senté mil veces con el papel en blanco delante mío, tratando de encontrar las palabras exactas. Pero cada vez que lo intento, me quedo atrapado entre el pasado y el presente, entre lo que fuimos y lo que somos ahora.

Recibí todas tus cartas. Cada una fue como un golpe directo al pecho. No porque duela leerte, sino porque me hiciste volver a recorrer una ciudad que había intentado enterrar en la memoria. No funcionó. Buenos Aires sigue siendo tuya.

Me tomé mi tiempo para responderte. No porque no quisiera escribirte, sino porque cada carta tuya despertó algo que creí dormido. Recorrí con vos cada rincón que mencionaste. Cerré los ojos y me vi de nuevo ahí, con vos al lado.

No sé si debería agradecerte o insultarte por haber removido todo lo que creía enterrado. Me gustaría decirte que el tiempo me curó, que tu ausencia dejó de doler, que Buenos Aires ya no me recuerda a vos… pero sería mentirnos.

Leí tu última carta más veces de las que me gustaría admitir.

Al principio, pensé en no responder. No porque no quisiera, sino porque tenía miedo. No sé exactamente de qué, pero leer tus palabras, recorrer los lugares con vos en mi mente, sentir tu nostalgia… todo eso removió algo en mí que no estaba seguro de poder enfrentar.

Pero acá estoy. Escribiendo. Porque, después de tanto tiempo, no puedo seguir pretendiendo que lo que vivimos no sigue latiendo en algún rincón de mi memoria.

Cada una de tus cartas fue como volver a caminar por esas calles con vos, como si de repente la ciudad entera me susurrara tu nombre. Me senté a escribirte mil veces y siempre terminaba guardando las palabras. Pero ya no puedo seguir callando.

Hoy llueve, y vos sabés cómo me gustan los días así. ¿Te acordás de aquella vez en San Telmo, cuando nos refugiamos bajo un toldo y nos quedamos mirando la gente correr? Vos te reías porque yo insistía en que el tango no era solo un baile, sino una forma de sentir la vida. Creo que en ese momento entendiste lo que yo veía en Buenos Aires: la melancolía eterna de una ciudad que se aferra a sus recuerdos. Como yo, que me sigo aferrando a vos.

Puerto Madero, San Justo, La Boca, Recoleta, Ramos Mejía. Lugares que deberían ser simples puntos en un mapa, pero que, gracias a vos, son pequeños universos llenos de recuerdos.

La verdad es que no he vuelto a Buenos Aires desde que me fui. Al menos no hasta ahora. Y no descarto hacerlo en algún momento. No porque no haya querido, sino porque la ciudad dejó de ser solo un lugar para convertirse en una herida. Una herida que nunca quise tocar por miedo a que doliera demasiado. Pero tus cartas me han obligado a abrirla. Y, aunque duela, no me arrepiento.

Cierro los ojos y te veo ahí, en el borde del muelle de Puerto Madero, riéndote de mis torpezas. Veo la forma en que el viento movía tu cabello mientras hablábamos tonterías, inventando historias sobre desconocidos.

Y pienso: ¿en qué momento nos volvimos desconocidos nosotros?

Porque, aunque me aferro a los recuerdos, aunque puedo sentir el peso de cada momento compartido, la verdad es que han pasado tantos años que no sé si seguimos siendo las mismas personas.

Pero hay algo que sí sé: lo que fuiste para mí no se borra con el tiempo.

En Puerto Madero fue nuestra primera cita. Te acordás, ¿no? Deberías. Porque para mí, ese día quedó congelado en la memoria como una fotografía borrosa pero imborrable. Teníamos 16 y 15 años, y a pesar de que hablábamos todo el tiempo por mensajes, encontrarnos en persona era otra historia. Habíamos elegido Puerto Madero porque nos pareció un punto neutral, un lugar bonito y abierto, sin la presión de un café pequeño donde tendríamos que sostener la mirada demasiado tiempo.

Yo llegué primero. Caminé por el paseo costero tratando de calmar los nervios, repitiéndome que no podía parecer demasiado ansioso. Vos apareciste minutos después, con un abrigo rojo que te quedaba grande y que cada tanto te subías hasta taparte la boca, como si quisieras esconder la timidez. Nos reímos apenas nos vimos, pero no supimos bien qué decir.

Caminamos. Caminamos mucho. Pasamos frente a los diques, viendo los reflejos dorados del sol en el agua, y seguimos hasta los antiguos docks de ladrillo. En algún momento, por torpeza o por instinto, nuestras manos se rozaron. Pero en vez de agarrarte, retiré la mía como si me hubiera dado una descarga eléctrica. Me quise matar por esa reacción estúpida.

El silencio se rompió cuando, en un intento desesperado de parecer interesante, empecé a hablarte sobre los barcos que estaban anclados ahí, inventando historias ridículas de piratas modernos que escondían tesoros entre los conteiner. Vos te reíste, pero no sé si por la historia o por mi desesperación.

Después nos sentamos en un banco de madera frente al agua, con el frío de la tarde colándose entre las rendijas de nuestros abrigos. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí, pero en algún momento te pregunté si tenías frío. Dijiste que no, pero yo, en un arranque de valentía (o estupidez), me saqué mi campera y te la ofrecí. Y fue en ese instante, cuando tus manos tocaron la tela, que nuestros dedos se encontraron de verdad. Esta vez, ninguno de los dos se apartó.

No nos besamos ese día. No todavía. Pero cuando volví a casa, con las manos en los bolsillos y una sonrisa que no podía disimular, supe que esa había sido nuestra primera historia. La primera de muchas.

Hablando de eso. El día de nuestro primer beso fue en tigre. El sol se reflejaba en el río como un millón de espejos rotos. Habíamos ido a Tigre porque vos dijiste que querías conocer el puerto de frutos, pero en realidad sé que era una excusa. Te gustaban las historias que me inventaba sobre los barcos, sobre los isleños que vivían entre los árboles, sobre leyendas de náufragos que jamás habían regresado. Y yo, bueno… yo solo quería verte reír.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.