Era hermosa, era perfecta, era...
Un lugar donde su familia sería feliz y viviría tranquila después de una larga lucha de su heroico ejército contra esa horrenda gentuza...
Hubo muchas bajas pero finalmente triunfaron y la tierra prometida era suya, toda suya.
Cada mañana se levantaba y escuchaba el mar con su taza de café en la mano y se sentía dentro de un anuncio de televisión.
Pensar qué solo hacia un año atrás eso estaba lleno de indeseables...
Se hizo justicia finalmente.
El vuelo de la taza, que tenía en la mano y que se hizo añicos en el piso, interrumpió si placentero momento.
Al principio creyó que había sido su hijo que a veces correteaba entre juegos, pero aunque juró verlo, recordó que en ese momento estaba en la escuela.
Más grande que al principio, el país seguía extendiéndose en territorio cada día, apartando a los molestos pobladores originales. Pero así eran las cosas, el pez mayor engullía al menor.
Sin musulmanes y cristianos a la vista, la vida era mucho mejor. Y bueno, sí, había tenido un pequeño costo, nada era gratis en la vida, ¿cierto?
Ahora que veía por el enorme ventanal del moderno edificio en dónde se ubicaba su oficina sentía que todo estaba mejor. Si no fuera por esos ruidos.
Tal vez cuando encontraran la causa cesarían por fin. Aunque al parecer, debía ser algo procedente del subsuelo, ya que en su adorable casa nueva, frente a la playa, también se escuchaban igual.
Día y noche, murmullos que parecían ser lamentos, interrumpía su sueño y el de su esposa. También su hijo mayor se quejó de lo mismo.
Solo el pequeño, de cinco años, parecía disfrutar la vida sin contratiempos.
Decía hablar con un amiguito imaginario al que no le entendía del todo, al parecer no hablaban el mismo idioma, pero tampoco hacía falta.
Cosas de niños, ya se le pasaría conforme fuera adquiriendo intereses nuevos.
En el jardín, la maestra de prescolar lo veía hablar con alguien a quien al parecer, solo él podía ver.
Un día se acercó y le preguntó.
—¿Qué haces, cariño?
—Conversar.
—¿Con quién?
—Con mi amigo.
—¿Y cómo se llama tu amigo?
Si la maestra hubiera visto el reflejo en el cristal de la entrada, habría tenido el placer de conocer a ese amigo.
Era un niño también. De una edad aproximada a la del pequeño, aunque con ropa sucia y cubierta de un polvo blanquecino. Pero no era el único, en cada mesa había uno diferente acompañándolos a todos y cada uno. Algunos eran solo girones de piel, sin una forma definida. Había uno cubierto de lo que parecía ser harina, pero al verlo por detrás, un agujero de bala perforaba su espalda infantil.
Los niños, aunque los veían, increíblemente, no parecían temerles. Posiblemente porque en su inocencia, lo único que veían, era otro niño con el cual jugar.
Por la tarde, cuando recogieron al último niño, y la maestra estaba por cerrar, un zapato se le atoró en un hoyo del piso. O al menos eso fue lo que creyó, pero no había tal, sin embargo, no podía mover la pierna por más esfuerzo que hacía.
Al apoderarse de ella un pánico inexplicable, comenzó a forcejear violentamente, logrando que su tobillo se enrrojeciera y sangrara poco después.
Gritó por auxilio, pero nadie parecía escucharla, a pesar de que la puerta seguía abierta y por el pasillo seguía pasando gente.
El rechinido de algo muy pasado se aproximaba, podía escucharlo, aunque no verlo.
La voz se le agotó de tanto gritar, entonces la puerta se cerró y en el reflejo lo vio. Un tanque se aproximaba. Era imposible, pero así era.
Desesperada, cayó al suelo y clavó las uñas en el piso para intentar escapar, pero era tarde y murió aplastada por un tanque que solo ella podía ver, escuchar y sentir. Uno como el que usó dos años antes.
En las entrañas del edificio, uno de tantos nuevos y lujosos, un grupo de trabajadores revisaban todo para encontrar la causa de los molestos ruidos de los que todos se quejaban.
Algunos los describían como lamentos; para otros eran gritos horribles; para varios se trataban de llantos lastimeros y no se ponían de acuerdo.
Pero eso era algo que aquel trabajador estaba seguro, no provenía de las tuberías ni de ninguna otra máquina. Aunque si exponía su hipótesis, podría perder el trabajo inmediatamente.
James, que nada tuvo que ver con los eventos acontecidos dos años antes, llegó a trabajar ahí porque la mano de obra era muy bien pagada y muy pocos querían ir a ese lugar a trabajar.
La gente de ese país no era muy apreciada fuera de él, de hecho, era repudiada en casi todo el mundo. Sí, hasta por James, pero solo estaría un tiempo y luego se iría. A decir verdad, lo tenían harto y entendía el desprecio que los demás sentían por ellos. Eran engreídos, déspotas y no soportaban que les recordaran ciertas cosas, por eso, no podía decir lo que pensaba y cobraba por hacer prácticamente nada.