Es otoño. Las hojas caen una a una, rendidas e inertes. Las que caen en el pavimento, son levantadas alegremente por el viento con cada pisada. Es una de las razones por las que Anastasia ama el otoño. El hospital se recubría de hojas y siempre le había parecido gracioso que los árboles quedaran desnudos. No pudo evitar imaginarlos completamente avergonzados, intentando taparse con sus propias ramas. Sonrió ante el pensamiento.
Entró al hospital, marcó su ingreso y saludó a Rita, la recepcionista de turno.
—¿Qué tal estuvo el yoga ayer, Rita? —inquirió sonriente—¿ Tu hijo ya dejó de gruñir cada vez que van?
—Por lo visto ya se está acostumbrando a las posturas y se ha resignado a que lo obligaré a seguir yendo. Esa panza cervecera no va a esfumarse sola.
Anastasia negó, divertida. Marie era una mujer de unos cincuenta años que tenía mucha más energía que dos muchachitas en plena flor de la juventud. Iba al gimnasio, hacía yoga, baile, recorría triatlones y aún seguía velando por sus tres hijos, a pesar de que ellos ya era adultos e independientes. El mayor de todos era con el que más dificultades tenía, pero él siempre cedía a los pedidos —a veces caprichos— de su madre.
—Dale un poco de aire, Rita.
—Lo haré cuando deje de holgazanear y baje aunque sea dos kilos. Que tenga un buen trabajo en el que solo tenga que estar en la computadora, no significa que tenga que ser un sedentario —se quejó. Anastasia prefirió dejar la conversación hasta allí cuando notó que la recepcionista comenzaba a calentarse.
Se dirigió a los vestidores, abrió su casillero y se colocó su uniforme. Se miró al espejo.
Al caminar, tropezó accidentalmente con alguien. La persona con la que había chocado se le había caído un sueter tejido de las manos.
—Oh, disculpe, estaba distraída —se excusó la mujer, apenada.
Anastasia vio su enorme vientre abultado y le hizo un ademán para que no se doblara.
Se agachó y tomó el pequeño suéter en sus manos. Las pequeñas agujas de tejer y la enorme bola de tela aún seguían pegadas. Ella miró el pequeño suéter, ¡era una ternura!
Se incorporó, sin dejar de mirarlo.
—¡Oh! ¡Qué ternurita! —exclamó, mirando a la madre.
—¿Eso cree? He estado tan preocupada porque se vea terrible.
—Está precioso. Se nota que ha puesto todo su corazón en él. ¡Es una completa belleza!
—Quería terminarlo antes del parto, pero no sé si pueda estar listo para entonces. Siento que mi vientre explotará en cualquier momento.
—¿Tiene fecha programada?
—Treinta de Junio.
—Eso es en dos semanas.
—¡Así es! Espero poder haber terminado el suéter para ese entonces… —murmuró, viendo lo que tenía tejido hasta el momento.
Anastasia sonrió.
—Entonces tiene mucho trabajo qué hacer.
—O mi esposo podría seguirlo. Ambos hemos estado tejiéndolo.
—¡Awww! ¡Eso es encantador!
—¡Lo es! Por eso, si ve esas franjas torcidas…
—Ajá…
—Notará que esas son las mías y las bien hechas, son las de mi esposo —señaló. Anastasía se carcajeó—. Estoy intentando mejorar porque quiero ser quien termine el suéter.
—Estoy segura que a su hijo le encantará cuando crezca.
—¿Usted cree? —inquirió la mujer. Sus ojos brillaban de ilusión contenida—. Me gustaría que también lo usara mi primer nieto… —Anastasia sonrió, conmovida—. ¿Tiene usted hijos, señorita?
—Bueno…
—Oh, comprendo. Creo que hice una pregunta bastante íntima —comentó la mujer, avergonzada.
—No, no. Nada de eso —La enfermera sacudió sus manos, nerviosa—. Es un tema que mi esposo y yo aún no tocamos.
—¿Entonces si está casada? —preguntó la mujer. Anastasia asintió, sonriente—. Entiendo que sea un tema tan difícil. Mi esposo y yo…, también tenemos nuestros desacuerdos —agachó la mirada, sonriendo nerviosa—. Él…, no ha estado bien estos días.
—Comprendo.
Anastasia comprendió la tristeza de la mujer. Ser un familiar de alguien que se encontraba en estados paliativos (y embarazada) no debía ser nada fácil.
—A veces es difícil lidiar con ellos.
—Demasiado —repuso la mujer, agachó la mirada, decaída—. Pero supongo que el amor todo lo puede al final del día.
—Eres bastante romántica —comentó Anastia, con una sonrisa cálida.
—Porque mi esposo no lo es en absoluto, debe haber un equilibrio en la relación —repuso, haciéndola reír—.Me llamo Greta, por cierto.
—Un gusto, Greta, soy Anastacia. Pero puedes decirme Anie —sonrió—. Cualquier cosa que necesites, no dudes en decírmelo.
—¿Un curso de tejer? —inquirió, se carcajeó al ver el rostro estupefacto de Anastasia—. Es una broma. Bueno, debo irme. Le dije que iba al baño, así que debe estar preocupado.
—¡De acuerdo!
Anastasia la vio marcharse hasta que ingresó a la habitación. Se llevó una mano al mentón, pensativa.
—¿Un curso de tejer?
Corrió por toda la sección, rebasando al resto de las enfermeras.
—¡Oye, Anastasia! ¡¿Dónde crees que vas?! —le reclamó una mujer de cabello blanco. Su uniforme era diferente al de las demás—. Esta muchachita… ¿cuándo será el día en que haga algo productivo? —refunfuñó.
—¿Quiere que la amoneste, jefa? —inquirió otra enfermera, de cabello rojo y un rostro lleno de pecas.
—Estoy cansada de amonestar a la condenada —respondió—. Si le vuelvo a rebajar el sueldo, terminará durmiendo en la calle…
—No creo que le preocupe tanto que le rebajen el sueldo o que la despidan —Se acercó a su jefa para murmurarle algo al oído—. Dicen que está casada con uno de los dueños del hospital y que por eso no la ¡ay! —Su superior le pegó con el reporte que traía en su mano.
—Soy la jefa de enfermeras de cuidados paliativos, ¿crees que no lo sabría? Peor, ¡¿crees que no me atrevería a despedirla por eso?! —le riñó. La pelirroja encogió la cabeza entre sus hombros, avergonzada.
—Lo siento, jefa.
—Anastasia puede ser un poco rara, despistada, demasiado entrometida, altanera, demasiado sincera al punto de ser grosera y también respondona —enumeró sus defectos—. Pero no es una mala enfermera. Así que deja la envidia y vuelve a tu trabajo.
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Editado: 10.07.2025