DAKOTA.
—¿Desde cuándo eres la madre Teresa?
Dejo escapar un bufido, para nada femenino, y sigo trazando líneas por encima de un mapa de los Estados Unidos, sobre todo en sus fronteras, con un marcador rojo.
—Déjame en paz, Kenya.—gruño sin levantar la mirada. —¡¿No ves lo ocupada que estoy para aguantar tu mierda?!
—¡Maldita sea, Dakota!
Levanto la mirada cuando escucho un estruendo resonar con fuerza, dentro de aquella fría y vieja bodega. Una de las sillas que estaba a mi lado fue a parar al otro lado, destrozándose contra una de las gruesas paredes de metal. Los chicos que están en la bodega retroceden asustados, no sabiendo qué hacer, pero a la misma vez acostumbrados a ése tipo de arranques por parte de esta psicópata que tengo trabajando para mi.
Un largo y cansado suspiro escapa de mis labios.
—¿Podrías por favor dejar de destrozar mi maldita bodega?—respondo aburrida. Los ojos grises de Kenya se dilatan dándole un aspecto mucho más escalofriante.
—“Puedo pagarte la operación, incluso la universidad, si es que terminaste tu demás estudios”. ¡¿En serio?!—su voz suena calmada y tranquila, lo que significa que está enojada. No. Está más que enojada. —¡ERES UNA MALDITA MAFIOSA! ¡UNA MAFIOSA!
Enderezo mi postura, dejo el marcador en la mesa y levanto del todo mi mirada. Aparta algunos de sus dreads del rostro, sin apartar sus ojos grises que inusualmente brillan molestos.
—¿Se puede saber cuál es tu maldito problema? Lo que yo haga con mi dinero es mí problema, no el tuyo.—respondo, frunciendo el ceño en su proceso. La mandíbula de Kenya se tensa mucho más.
—No necesitas a alguien tan débil a tu lado. Él no sabe la clase de mierda que es nuestro mundo, Dakota.—masculla sin abandonar aquel tono. El silencio reina en la bodega, todos observan impresionados el intercambio de palabras entre mi mano derecha y yo. —Él es demasiado inocente y no será capaz de dar la talla.
—¿Pero tú sí?—alzo una ceja en su dirección. Sus ojos me fulminan.
—No.—gruñe. —Sé cual es mi posición, no hace falta que me lo digas. Yo no hablo de mí.
—¿Entonces?—pregunto irritada.—¿Quieres acabar con tus frases de esa asquerosa y barata filosofía, y decir de una buena vez; cuál es tu problema?
—Estás cometiendo un error. Él podrá ser hijo del mismísimo diablo pero no sabe lo jodido que es esto. Lo único que sabe es lo que el noticiero da a relucir y ni siquiera se acerca a la realidad.—dice, su rostro cada vez más serio. —¿Que harás cuando traten de secuestrarlo para llegar a ti? ¿O tan siquiera has pensado qué harás si te traiciona y habla con los malditos uniformados?
Él no sería capaz. ¿O sí?
Tenso mi mandíbula y la observo en silencio. Ya había pensado en esa posibilidad, pero también sé que Drey no es ningún idiota. Su madre está bajo mi poder y si tiene la inteligencia que sé que tiene no sería tan idiota como para traicionarme. Cierro mis ojos por un momento, y llevo una de mis manos a mi cuello. Suficiente tengo con el hecho que el maldito de Demetrio me robó un gran cargamento que iba para México, como para atribuirle los celos o no-sé-qué-mierdas de Kenya.
—¿Tan obsesionada estás con tu nuevo juguete?
Frunzo el ceño molesta y abro los ojos. Pero cuando iba a responder a esa pregunta tan estúpida, una vibración en mi bolsillo trasero llama mi atención. Dándole una última mirada severa, que esa mierda que dijo no me gustó en lo absoluto, saco mi celular y veo su pantalla iluminarse.
«Desconocido.»
Mi ceño se frunce mucho más. Un cosquilleo empieza a subir por mi espalda, mi abdomen se tensa, y un muy mal presentimiento empieza crecer en mi pecho.
—¿Qué?—respondo bruscamente al descolgar la llamada. Escucho una carcajada por medio de el auricular, que envía una descarga de desagrado a cada rincón de mi cuerpo.
—Hola, hija.
Kenya retrocede cuando ve mi expresión. Cada uno de los músculos de mi cuerpo se tensan como si fuesen hechos de piedra. Un frío conocido empieza a crecer en el centro de mi pecho.
—¿Qué mierdas quieres?—mi voz suena peligrosamente suave y baja.
—Vamos Dakota...
—¡No me digas así!—gruño molesta.
—Bien. Atheris...—dice con diversión, una diversión que me gustaría quitatsela a punta de golpes. —Según mis fuentes, perdiste una buena cantidad de dinero. Si no equivoco, ¿diez millones de dólares?
Mi mandíbula se tensa mucho más, hasta el punto de hacerlo doloroso. Una de mis sienes empieza a palpitar.
—¿Perdí? ¿No querrás decir que me robaste?
La carcajada de Demetrio Anderson hace que mi oído duela y mi enojo aumente, al punto que siento sudor frío resbalar por mi espalda.