Cásate conmigo en esta vida

PRÓLOGO

La plaza frente al castillo imperial estaba abarrotada. Desde temprano, la multitud se había congregado, expectante y silenciosa, entre murmullos nerviosos y miradas clavadas en el centro donde se alzaba el patíbulo. Las banderas ondeaban a media asta, y el aire se impregnaba de una mezcla
de tensión, miedo y resignación.
Lady Elianne D’Valcour caminaba con paso firme hacia el lugar que marcaría el final de su vida. Su vestido, de un blanco inmaculado, contrastaba con la suciedad del suelo y la atmósfera opresiva que la rodeaba. Los bordados dorados, que alguna vez brillaron en las fiestas más espléndidas, ahora parecían apagados y sin sentido.

Sus ojos negros, profundos y llenos de tormento, se alzaron para encontrar una última mirada entre la multitud. Allí estaba él, el príncipe heredero Caelum Alaric Vortigan, su prometido, el hombre que una vez juró amarla y que ahora la señalaba como traidora. Su rostro impasible, tallado en el mármol de la indiferencia, no dejaba entrever emoción alguna. Ni siquiera una pizca de duda.

Elianne respiró hondo y sintió cómo el peso de aquella traición se clavaba en su pecho como un puñal invisible. Había sido acusada sin pruebas, condenada sin juicio justo, víctima de una conspiración que la había desterrado al olvido y a la muerte. Pero aunque el mundo la abandonaba, ella se negaba a caer sin dejar una marca.

—Lady Elianne D’Valcour —entonó el pregonero con voz firme—, ha sido hallada culpable de conspiración contra el Imperio y se la condena a muerte por traición.

Un murmullo de sorpresa y horror recorrió la plaza, pero ella permaneció imperturbable. La soga fría le apretó las muñecas y el frío de las cadenas recorrió sus brazos, pero su espíritu ardía con una determinación que nada podría apagar.

Alzó la mirada y encaró al príncipe, quien no apartaba sus ojos de ella.

—Caelum —susurró con voz apenas audible—, no soy la traidora. Fuiste tú quien permitió que me destruyeran. Pero no olvides esto... —sus labios se curvaron en una sonrisa amarga—, no importa cuántas veces me maten, volveré. Volveré para buscar justicia, y para reclamar lo que me pertenece.

El príncipe apartó la mirada, incapaz de soportar el desafío que aquella mujer le lanzaba con la mirada.

El verdugo se acercó con el hacha en mano y, con un movimiento preciso, levantó la hoja hacia el cielo. El silencio fue absoluto. Ni un solo sonido más allá del viento y los latidos acelerados del corazón de Elianne.

El hacha descendió con violencia y puso fin a una vida, pero no a una historia.

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Diez años antes.

Una joven despertó sobresaltada en una pequeña habitación del Palacio Imperial. Sus ojos se abrieron para encontrarse con un techo de vigas oscuras y polvo que flotaba en los rayos de sol matutino. No recordaba cómo había llegado allí, ni siquiera quién era realmente.

Sus manos temblorosas se posaron sobre una manta áspera y sus labios pronunciaron un nombre que le resultaba extraño, pero lleno de un eco doloroso: “Elianne”.

Confundida, la joven se levantó y se dirigió hacia la ventana. Afuera, el bullicio del palacio comenzaba a despertar, con sirvientes apresurados y nobles que paseaban por los jardines.

No era la mujer noble de vestido blanco y corona de oro. Su reflejo en un pequeño espejo roto mostraba a una sirvienta común, con ropas humildes y el cabello recogido sin esmero. Pero en su interior, algo ardía con la fuerza de mil fuegos: recuerdos fragmentados, imágenes, voces y un peso que la aplastaba.

Elianne recordó.

Recordó la traición. Recordó el juicio falso, la acusación injusta y el frío del patíbulo. Recordó la mirada helada de Caelum y el dolor punzante de la traición.

Pero esta vez no lloraría. Esta vez no imploraría por clemencia.

Porque ahora tenía una segunda oportunidad.

Un suspiro escapó de sus labios y, con determinación, se vistió con las ropas humildes que la ataban a su nueva vida. No tenía título, no tenía nombre noble, pero tenía todo lo que necesitaba para planear su venganza.

El palacio era un laberinto de secretos, susurros y traiciones, y ella se movería entre sus sombras como un fantasma. Iba a descubrir quiénes fueron sus verdaderos enemigos y, más importante aún, qué papel jugaría el príncipe heredero Caelum en ese juego mortal.

Porque, aunque ahora él no la reconocía, ella sabía que su destino estaba entrelazado con el suyo de una manera que ni el tiempo ni la muerte podrían romper.

Un día, él la miraría con los mismos ojos llenos de tormento que ella guardaba en su corazón, y pronunciaría palabras que romperían todas las barreras.

—Cásate conmigo… en esta vida.

Pero esa promesa sería sólo el comienzo de una historia que nadie podría predecir.




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