Marianella había aprendido a la fuerza a ponerle un freno a sus fantasías. La vida había sido lo suficientemente cruel y ruino para que ella le dijera no a los sueños felices; darle rienda suelta a sus anhelos sólo le ocasionaba más frustración. Por eso trataba de no pensar en Thiago ni en sus ojos tristes, ni en su sonrisa amplia y hermosa, ni en esos lunares que le imprimían un aspecto adulto a esa hertuosa cara aniñada. Mientras no se lo cruzaba, no fantasear con él era bastante sencillo, pero cuando lo veía o escuchaba su voz, se le volvía muy difícil. Pero le fue imposible no amarlo cuando lo vio con su uniforme de colegio. Cielo la había mandado a buscar las medialunas que había olvidado en la cocina; ese día desayunarían en el patio interno mientras Nicolás daba clases. Mar atravesó la sala yendo hacia la cocina, y lo vio bajar las escaleras, casi corriendo. Vestía una chomba verde inglés, un jean oscuro y un saco escocés, azul y rojo. Tenía el pelo lacio, bastante largo y desmechado, algo húmedo, como recién secado con la toalla, y llevaba bajo su brazo una carpeta y un libro. Ninguno de los dos detuvo su marcha; ella siguió su camino hacia la cocina, y él descendió las escaleras y se dirigió hacia la puerta principal; pero no dejaron de mirarse en todo el recorrido. Mientras él bajaba, Marianella percibió el perfume de Thiago, que llegó hasta ella, cálido como una onda ixpansiva.
—Hola... —dijo Thiago sin detener su marcha.
Ella respondió con otro «hola», pero lo dijo con pudor y casi sin abrir la boca, y él no lo escuchó. La miró algo decepcionado por la ausencia de respuesta, pero ella se perdió en el pasillo que daba a la cocina. Thiago desestimó y abrió la puerta de calle. Marianella se había quedado agazapada en el pasillo, y desde ahí lo espió mientras él salía. De pronto un grito, un chillido histérico la sobresaltó.
Apenas Thiago abrió la puerta, detrás apareció una chica menudita, con el pelo lacio y peinado con un gran jopo. Junto a ella había un chico de pelo lacio, enormes cachetes y una sonrisa ganadora. Ambos vestidos con el mismo uniforme de colegio que Thiago.
—Thi! ¡Volviste! —gritó la flaquita, y se colgó del cuello de Thiago, abrazándolo con fuerza—. ¡Estás hecho un caño, gordo!
Thiago sonrió, agradeciendo el cumplido y saludó amable:
—Hola, Tefi.
Luego Thiago miró a su amigo, que lo miraba incrédulo, ambos sonrieron con complicidad y chocaron sus manos en un saludo afectuoso.
—¡Man! —dijo el cachetón.
—¡Nachito! —respondió Thiago.
Y se abrazaron dándose fuertes palmadas en la espalda. A su lado, Tefi estaba histérica, feliz por el reencuentro de los amigos. Desde el pasillo, Mar los espiaba negando con desprecio. Reconocía perfectamente esa forma de hablar, esa pronunciación exagerada de las eses, o la manera en que no pronunciaban algunas letras como las d; en lugar de decir «copado», decían «copaaao»... o decían «boló», en lugar de otra palabra que, si Mar la hubiera dicho, la habrían considerado una ordinaria maleducada, pero dicha por ellos y así pronunciada era distinto, era cosa de... chetos. Eso era lo que eran Thiago y sus amigos: chetos, nenes bien, chicos ricos, arrogantes y altaneros. Ubicando a Thiago en esta categoría, le resultaría más fácil no pensar en él.
Mascullando el desprecio que le despertaban los chetos, fue hasta la cocina, tomó la bandeja con medialunas y volvió hacia la sala, calculaba que los otros ya se habrían ido, pero allí estaban, sentándose en unos sillones, mientras Nacho y Tefi hablaban como cotorras, superponiéndose, creando un griterío confuso e inteligible, donde cada tanto se llegaba a oír un «boló, un «tipo que», un «no te la puedo», un «man», y varias palabras en inglés. Mar debía pasar cerca de ellos para volver a su sector, y trató de hacerlo sin mirarlos, pero el cachetón, sin dejar de hablar, le manoteó la bandeja con medialunas, al tiempo que Tefi le entregaba su abrigo, y, sin mirarla, le dijo:
—Para mí un café con leche, más leche que café, leche descremada, obvio, y dos sobrecitos de edulcorante, sin ciclamato, please.
Marianella la miró con odio; el desprecio que le generaba Tefi en particular, y los de su clase en general, se sumaba ahora que la otra la confundiera con una mucama. Ojo, se dijo Marianella, como si alguien estuviera oyendo sus pensamientos, no tengo nada contra las mucamas, de hecho Cielo es mucama y es lo más, pero estos chetos nos ven a todos como sus sirvientes. Thiago, viendo la cara de furia de Marianella, intervino.
—Marianella no es la mucama, Tefi.
—Ah, ¿no? Sorry, ¡re que pensé que sí! —dijo Tefi mirando a Marianella, tratando de entender entonces quién podría ser.
—Ella vive acá, en la Fundación de mi viejo.
—¡Ah! —exclamó Nacho entendiendo—. Una de las huerfanitas. Bueno man, a mí también traeme un café con leche —dijo Nacho instalándose y mordiendo una medialuna, entendiendo que si bien no era la mucama, el ser una huérfana de la Fundación la convertía en algo parecido.
—No es una mucama —insistió Thiago con vehemencia, avergonzado por el desparpajo de sus amigos.
—Y eso no es para vos —dijo Mar fulminando a Nacho con la mirada, y arrebatándole la bandeja con medialunas.
No contenta con eso, le quitó la que tenía en sus manos a medio comer. Tefi se indignó ante eso, y chilló.
—¡Ordinaria! —le espetó, casi con asco—. ¿Sabés quién es él? Es Nachito Pérez Alzamendi, ¡el hijo del juez Pérez Alzamendi, hello!
—¡Y a mí qué me importa! —respondió Mar airada, y se
alejó con las medialunas.
Nacho y Tefi, absortos con el descaro de la desubicada, iban a contestarle, pero Thiago medió frenándolos y rogándoles que la cortaran.
—Vamos, desayunamos en el colegio —invitó, abrazó a ambos, y salieron los tres, felices por el reencuentro. Tefi y Nacho eran sus amigos de toda la vida, se conocían desde los cuatro años y habían cursado toda la primaria juntos.