Las puertas automáticas de la estación de policía se abrieron de golpe y el estruendo de la lluvia golpeando el suelo se filtró en el aire viciado de café recalentado.
Un hombre irrumpió en el recinto, empapado y con la mirada desorbitada, como si acabara de ver el mismísimo infierno. Su ropa estaba hecha un desastre y, lo más perturbador, sujetaba un fajo de cartas con tanta fuerza que sus nudillos parecían a punto de estallar.
Luciano, que estaba echado sobre su silla jugando con un llavero, se enderezó al ver al tipo tambaleante. Yo, por mi parte, no pude evitar arquear una ceja.
Nada bueno viene en un envoltorio tan miserable.
—Ay, no —murmuré, cruzando los brazos sobre el escritorio—. Otro loco con su manifiesto de fin del mundo. Apostemos: extraterrestres o una secta satánica.
—O tal vez una conspiración del gobierno —agregó Luciano con una sonrisa ladeada.
El hombre tropezó hasta la recepción y dejó caer las cartas. Sus manos temblaban tanto que parecía a punto de desmoronarse.
—Por favor —suplicó, con la voz quebrada—. No sé qué hacer... Estas cartas... me siguen llegando. No sé quién las envía, pero... él lo sabe todo. Todo.
Luciano y yo intercambiamos miradas. «Él». Por supuesto. Siempre hay un él.
Yo resoplé y tomé una de las cartas con dos dedos, como si pudiera contagiarme de algo.
La abrí con un suspiro y mis ojos recorrieron la letra impecable y perturbadoramente metódica:
"Sabes lo que hiciste. No puedes esconderte."
Levanté la vista hacia el hombre, que ahora temblaba de manera histérica.
La lluvia seguía azotando el cristal de la entrada y, por un momento, sentí una punzada de... algo. No compasión, claro está, pero quizás curiosidad.
Levanté la vista hacia el hombre, que ahora temblaba de manera histérica. No podía evitar sentir una punzada de... curiosidad. No compasión, claro está, pero tal vez un poco de morbo.
—¿Sabes lo que hiciste? —repetí, intentando que mi voz sonara casual, como si estuviera hablando del clima.
—¡No! —gritó, su rostro distorsionado por el terror—. No lo sé.
Las cartas seguían esparcidas por el suelo, como si fueran fragmentos de un rompecabezas que el hombre había tratado de armar sin éxito. La lluvia seguía cayendo, un recordatorio constante de que el tiempo no se detiene por nadie.
Volví mi atención al hombre. Sus labios temblaban, su mirada suplicaba ayuda. Lo odiaba. Odiaba esa sensación de tener que hacer algo. Pero, después de todo, era mi trabajo.
Me incliné hacia adelante, dispuesto a ofrecerle una salida a su tormento.
—Bien —dije, apoyando los codos en el mostrador—. Puedes quedarte aquí en la estación, bajo nuestra "cálida" vigilancia, o...
Luciano chasqueó los dedos, con una sonrisa pícara.
—O te llevamos a mi casa. Que es aún más acogedora.
El tipo se volvía un manojo de nervios.
—No... no lo sé, lo que me mantenga a salvo.
Joder, ahora me toca a mi escoger por este individuo... y lo único que quería era una noche tranquila para irme a mi casa.
~.~.~.~
Quedarse en la estación de policía: 2.
Llevarlo a su casa: 3.
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Editado: 20.09.2025