La noche había caído sobre el puerto de Sagunto. La patrullera de bomberos avanzaba lentamente hacia el muelle cuando el timonel distinguió algo flotando a unos metros: parecía un fardo de ropa, pero con una forma demasiado humana.
—¡Lancha al agua! —ordenó el jefe de guardia.
Dos bomberos descendieron con gancho y red. En pocos minutos, subieron el cuerpo a bordo. El rostro de una mujer, pálido y con el pelo pegado a la cara, emergió de entre la ropa empapada. A su alrededor, las luces del puerto se reflejaban en la superficie del agua, rotas y temblorosas, mientras al fondo se levantaba la silueta de los edificios de oficinas del frente marítimo.
Esa noche sería una más para la ciudad. Pero no para la mujer muerta.
En Valencia, el inspector David Santoro empujó con el hombro la puerta de la comisaría central. Llevaba los ojos pesados de sueño y un café frío en la mano. La madrugada había sido larga: su hija pequeña había tenido fiebre y la pediatra, malhumorada por la llamada de las dos de la mañana, le había dado instrucciones por teléfono. Por suerte, la niña dormía ya tranquila en casa.
Nada más entrar, un compañero le hizo un gesto con la cabeza hacia el despacho del jefe. Santoro asintió y fue directo allí.
El teniente Manuel Jiménez, un veterano con mandíbula de boxeador y fama de tener el distrito más conflictivo bajo control, lo recibió encendiendo un cigarrillo.
—Siéntate, Santoro, que traigo un marrón. ¿Conocías a un tal Joe Ricordi? —preguntó, hojeando unos papeles.
—El nombre me suena… creo que estuvimos en la Academia de Policía al mismo tiempo, pero nunca fuimos amigos. —David dejó el vaso de café sobre la mesa—. ¿Por qué?
—Su exmujer ha aparecido muerta. La sacaron esta noche del agua en Sagunto. —Jiménez lo miró fijo—. La cosa huele mal: sobredosis de narcóticos, pero el forense dice que ya estaba muerta antes de caer al agua.
David se cruzó de brazos, dejando escapar un resoplido.
—O sea que hay que confirmar la identidad y, si es ella, me toca el caso, ¿no?
—Exacto. Y, dado que tú y Ricordi sois del mismo gremio, prefiero que seas tú quien lo lleve. —El teniente echó el humo hacia el techo—. No quiero líos internos.
—Perfecto. ¿Algo más? —preguntó Santoro, con ese tono cansado de quien ya sabe que su noche acaba de empeorar.
—Sí. —Jiménez señaló el expediente—. Parece que la mujer desapareció hace tres años, lo dejó con dos críos pequeños y nadie volvió a saber de ella. Si esto es asesinato, te lo comes entero.
—Genial —murmuró David, levantándose.
Salió del despacho pensando que, para lo que quedaba de noche, ya podía olvidarse de dormir.
Al principio, más por pereza que por otra cosa, David había pensado en llamar por teléfono al sargento Joe Ricordi y encontrarse con él directamente en el depósito de cadáveres del centro. Pero después cambió de idea. Si realmente se trataba de la exmujer de Joe, la impresión iba a ser dura, y dar la noticia por teléfono le parecía indigno, especialmente entre compañeros, y aún más tratándose de “paisanos”. Así que se subió al coche y condujo hasta el Distrito Noroeste, donde Joe tenía ahora un cargo administrativo; en realidad, el tercero en el escalafón. El "Paisano” había sabido trepar.
Lo encontró sentado en mangas de camisa, frente a un montón de papeles: la condena habitual de cualquier policía.
David sintió un escalofrío. Apenas conocía a Joe, pero aquel no era el hombre que él recordaba. Éste era un tipo con aspecto duro, mirada fría y las sienes salpicadas de canas, aunque no debía tener más de cuarenta… los mismos que David. Lo miró sin reconocerlo.
—Soy David Santoro —dijo—. Distrito Centro… ¿recuerdas?
Joe siguió mirándolo sin reacción.
—La Academia de Policía.
Algo se encendió en la memoria de Joe, pero su rostro siguió igual de serio; no hubo sonrisa, ni apretón de manos, nada.
—Sí —dijo simplemente—. ¿Qué puedo hacer por ti?
David se tomó su tiempo para explicarse, sintiéndose cada vez más incómodo mientras veía cómo el color desaparecía lentamente del rostro de Joe, dejándolo con una expresión todavía más rígida.
Nunca había visto a alguien ponerse verde de verdad. Lo había escuchado mil veces, pero nunca presenciado. Y allí, frente al cadáver en el depósito, Joe se puso verde. Aun así, como el policía que era, confirmó la identificación sin vacilar.
Joe necesitaba un trago. David lo acompañó a un bar clandestino con una sala trasera reservada para clientes especiales, como los del cuerpo de policía. Joe apuró un largo sorbo de whisky.
—Si esto es un asesinato, Joe —dijo David—, el caso es mío.
—Si lo es —respondió Joe, seco—, me lo haces saber.
Poco después, Joe se marchó, empeñado en coger el autobús para volver al Distrito Noroeste. Su cara había perdido el color, pero su expresión seguía siendo la misma de antes.
David sintió una preocupación difusa por él. ¿Cómo podía cambiar tanto un hombre? Y, además… Nunca había visto a alguien tan visiblemente desgraciado.
Revisó el informe especial del juez de guardia, lleno de anotaciones. La última nota de éste era típica:
Tratamos este caso como asesinato hasta que se demuestre lo contrario. Puede ser un suicidio y que alguien se asustara y la arrojara al agua (¿narcóticos?). Puede haber sido una sobredosis deliberada. Hay muchas posibilidades. Estudie el informe a fondo y redacte sus conclusiones para archivarlas. De momento, proceda como si fuera asesinato.
Clásico: “escriba lo que piense…”. Era un fanático de los informes. El Distrito Centro estaba enterrado en montañas de papeles, con agentes dedicando más tiempo a escribir tonterías que a patrullar la calle. Y a David este caso no le gustaba. Nada en absoluto.
Antes de escribir cualquier conclusión, llamó a Joe al Distrito Noroeste y le contó todo lo que sabía. Joe escuchó en silencio, sin interrumpirlo. Cuando terminó, solo dijo: