Capitulo 1
Un destino perdido
En todo el vasto Imperio es bien sabido que el actual ministro de Guerra y Asuntos Exteriores se rehúsa con gran vigor a contraer matrimonio por cuarta ocasión. No es la falta de pretendientes lo que detiene la acción, pues cada mañana llegan a su residencia misivas con los sellos de distintas familias nobles, en las cuales se detalla lo beneficioso de un nuevo compromiso. A cada una de ellas responde con la cortesía y determinación que lo caracterizan.
Redacta de puño y letra una breve pero elocuente explicación del motivo por el cual rechaza las propuestas: ha sido sentenciado por los designios del Forjador o por el hechizo de una bruja a que su linaje permanezca solo hasta el fin de los tiempos. Pues su camino no está trazado de la mano de alguien, sino marcado por la ausencia. Ya una vez su estirpe fue desgarrada por fuerzas que no perdonan, con una presión tan escalofriante que aún resuena en los pasillos del palacio. No ha de condenar a nadie más a ese mismo peso.
Así se dice en los salones de los palacios, se murmura en los mercados abarrotados, y los cronistas llenan páginas enteras en gruesos volúmenes dedicados a exaltar su figura. Lo presentan como un hombre justo, casi santo, misericordioso incluso en medio de la desgracia. Narran hazañas y actos de bondad con tal convicción que lo hacen dudar de sus propios recuerdos. En ocasiones, hasta se llega a cuestionar lo que sabe de ese hombre.
Pero ninguno de esos escribas conocía la verdad. Una realidad que no adornan los libros ni flota en los brindis de la nobleza. Estaba enterrada, húmeda y silenciosa, bajo capas de olvido, vergüenza y miedo. La llamaban maldición, como si todo lo ocurrido fuera obra del azar o de alguna fuerza maligna. Pero no era una maldición. Era algo más profundo y más cruel.
Cada esposa del ministro había muerto por su propia mano. No fue el destino quien las arrancó de este mundo. Fue él. Él mismo, con sus actos, con su indiferencia calculada, con esa voz suave que sabía dónde herir sin levantarla. Nunca necesitó violencia abierta. Su poder era más sutil: lentamente quebraba a quien lo rodeaba, las dejaba vacías, las convertía en sombras de sí mismas. Hasta que no quedaba nada de lo que alguna vez fueron.
Y mientras el mundo lo aclamaba, cuándo la historia lo volvía mármol y leyenda, él cargaba con lo que realmente ocurrió. Un recuerdo que nadie quería oír, porque la verdad, cuando incomoda, siempre halla quien la silencie. Las personas no indagan por su propia cuenta en lo ocurrido y mucho menos tienen preguntas; prefieren quedarse con el hombre que lidera tropas y guía a la victoria, que con un hombre ruin por segunda ocasión.
El gran ministro siempre trató de jugar a ser un dios, a que sus órdenes se cumplieran sin la más mínima demora. Pero el destino, caprichoso, se le salió de las manos. Entonces intentó silenciar las voces que podían cantar, aunque fuera al menor descuido, su verdadera existencia. Él no se enteró de la verdad por ellos. Lo hizo por la forma en que lo miraba cuando creía que dormía. Porque es el hijo que la muerte no alcanzó, y al que ha intentado silenciar desde entonces, viéndolo caer, poco a poco.
Es por eso que Vereno se mantiene siempre cerca de su padre. No por cariño al menos no del tipo que otros niños sienten, sino por necesidad. Lo observa con la atención de quien sabe que un parpadeo puede costar caro. Sigue sus gestos, sus silencios, incluso la manera en que bebe el té o cómo guarda los papeles importantes. Al principio, lo hacía porque quería entenderlo. Con el tiempo, empezó a hacerlo para anticiparlo.
Ya ha sucedido antes. Tres veces. Siempre empieza igual: con una palabra amable, con una mirada que no encaja, con una sombra que se desliza demasiado rápido por el pasillo. Vereno ha aprendido a reconocer esas señales. No tiene un nombre exacto para lo que siente, pero lo llama "la cuerda floja" a ese momento en que todo parece normal, pero algo en el aire cambia, como si el mundo se inclinara un poco, apenas lo suficiente como para que alguien pueda caer.
Desde pequeño, Vereno ha convivido con una sensación constante, una inquietud que nunca termina de disiparse. Quizá por eso logra conservar la calma cuando está con su padre: al tenerlo delante, puede anticipar sus acciones, calcular posibles amenazas. Como el ministro suele permanecer largas horas en su despacho, Vereno se ha apropiado discretamente de una esquina del lugar. Es un refugio silencioso, casi sagrado, donde todo parece estar en su sitio, dispuesto con precisión. Cada objeto transmite orden, y cada detalle sugiere recogimiento y reflexión.
Sobre una mesa de té, junto a la ventana que da al jardín, reposan algunos volúmenes dispuestos con cuidado. No son numerosos, pero sí elegidos con atención: ensayos históricos, textos de filosofía clásica y discursos políticos anotados a mano. En ocasiones, mientras Vereno se concentra en la lectura, su padre entra sin anunciarse, toma asiento en una de las butacas tapizadas y lo observa con expresión impenetrable, ejerciendo una vigilancia rígida, como si escrutara cada movimiento en busca de fallos invisibles.
Permanecer cerca de su padre tiene sus ventajas. No se trata solo de la seguridad que le brinda poder vigilarlo, sino de las conversaciones que alcanza a oír, fragmentos de poder envueltos en palabras cuidadosamente pronunciadas. Son diálogos que la mayoría mataría por escuchar, o al menos por captar una frase, un nombre, una fecha. Vereno, sin necesidad de espiar, simplemente está ahí. En su rincón. Invisible.
Por eso no se inmuta cuando la puerta cruje con ese sonido seco que anuncia la entrada de alguien. El hombre que atraviesa el umbral lo hace con paso firme. Lleva un uniforme impecable, sin una arruga, sin una mota de polvo. Su cabello, perfectamente peinado hacia atrás, brilla aún, como si acabara de humedecerlo, sin que una sola hebra desafíe el orden impuesto. Sus movimiento parece medido, casi ensayado. Se detiene frente al ministro, la espalda recta como una lanza, la mirada fija, imperturbable. Todo en él, desde la rigidez de su postura hasta la frialdad de su rostro transmite una sola cosa: control absoluto.
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Editado: 14.09.2025