Cassius Du Bennett:ciervo sometido

CAPITULO 3

Capitulo 3:
Un alma perdida en lo nuevo.

Vereno comenzó a balancear las piernas de nuevo con un nerviosismo creciente, incapaz de soportar la duración interminable de aquella charla. Cada cierto tiempo, vencido por la impaciencia, asomaba la cabeza por la ventana lateral con la esperanza de que todo hubiera terminado ya, solo para encontrarse con la misma escena: su progenitor asentía en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho, inmóvil como una estatua. Aquello solo aumentaba la ansiedad del muchacho.

Pero cada vez que uno de los guardias lo sorprendía espiando, reaccionaban de inmediato. Sin miramientos, le apoyaban la mano en la coronilla y lo empujaban hacia el interior. Vereno caía con pesadez sobre la cubierta del asiento, reprimiendo un gruñido de frustración. Todo esto ocurría bajo la observación constante del Omega, cuya quietud imperturbable no dejaba escapar ni el más mínimo gesto.

El aroma de Eltriar le pareció extraño, como si el joven estuviera sometido a algún tipo de presión invisible. La manera en que mantenía su calma le provocaba escalofríos a Vereno; no era la serenidad natural que recordaba de las tierras del Ministro, donde todo parecía fluir en equilibrio casi instintivo. Algo en la postura de Eltriar y en la tensión de su cuerpo hacía que Vereno imaginara que estaba rígido, alerta, y temeroso, esperando que cualquier movimiento pudiera desencadenar una tormenta, o al menos eso creía el pequeño Alfa.

En aquella región gobernada por el Ministro, la moderación no se percibía como una carga, sino como una armonía que guiaba las emociones sin sofocarlas, lo que permitía que tu olor se volviera nulo. Pero aquí, frente a aquella figura y bajo la vigilancia implacable de los escoltas, todo parecía comprimido, como si alguien mantuviera una espada sobre un fuego que amenazaba con salirse de control.

El pequeño alfa estaba por asomarse por décima ocasión cuando la puerta se abrió de golpe, mandando un escalofrío por la columna del más pequeño del grupo, toda calidez que se comenzaba a sentir dentro del carruaje se evapora con una simple acción. El ministro se subió con movimientos bien controlados, se sentó cerca de Vereno quedando justo enfrente del Omega, un lugar que el Alfa menor quería y en el cuál momentos antes estaba, pero gracias a que se levantaba a verificar la duración de la plática perdió.

Al no tener alternativa, corrió un poco las gruesas cortinas verde bosque con adornos dorados, confeccionadas en exclusiva para el ministro. Eran únicas, pues años atrás su padre mandó fabricar todos los adornos de las ventanas -tanto de los carruajes como del palacio- en ese mismo tono, e incluso impuso una prohibición para que nadie más pudiera usarlo.

Además, había querido declarar el color negro como oficial de la casa Du Bennett, aunque el emperador consideró exageradas aquellas pretensiones y termino rechazando la petición. Pero cuando a su padre le gustaba algo, hacía lo imposible por adueñarse de ello. Con el tiempo, quienes portaban el negro y el verde empezaron a sufrir extraños accidentes. Una vez que, las personas comenzaron a relacionar estos infortunios con los colores, nadie se atrevió a volver a usarlos.

La vista de Vereno se dirigió de inmediato hacia los intrusos, quienes subían con rapidez a su propio carruaje con nerviosismo. Sin embargo, lo que llamó su atención fue el rostro de Corvus: alcanzó a distinguir en sus facciones una sonrisa cargada de satisfacción, la expresión inequívoca de quien ha logrado lo que se propuso al poner un pie en esas tierras.

Los generales aún permanecían en el exterior, firmes y atentos, como si aguardaran una orden directa del ministro para actuar.

—Corre un poco más la cortina —ordenó su padre con voz seca, al notar que Vereno espiaba con descaro juvenil. El joven alfa obedeció sin objetar, deslizando la tela hasta descubrir casi por completo la ventana. Fue entonces cuando el ministro fijó la mirada en los generales, evaluando con calma cada gesto suyo antes de pronunciarse:

—En el paso del Lobo... embósquenlos —murmuró con tono calculado, en el momento que Vereno estaba a punto de cerrar por completo la cortina, añadió con aparente descuido, como si acabara de recordarlo—. Ah, y que no se les olvide: no los maten. Solo asegúrense de que no puedan levantarse en unos cuantos meses, digamos, lo suficiente para que aprendan a no llegar sin anunciarse antes.

La orden quedó flotando en el aire, afilada y fría, como si apenas le hubiese dado importancia, pero Vereno percibió perfectamente la intención: aquello no era un simple castigo, sino un mensaje. Dónde les recordaba que la gran casa Du Bennett podía ayudarles pero nunca se convertiría en el títere de nadie.

Cuando el carruaje comenzó a avanzar, lo último que alcanzó a percibir Vereno fue la figura de los generales montando con premura, espoleando a sus corceles para perderse en el camino cubierto de escarcha. Se alejaban con la urgencia de quienes han recibido instrucciones ineludibles. El joven alfa, sintió un destello de compasión hacia Corvus y sus hombres. En un instante habían dejado de ser forjadores de su destino, para transformarse en simples fichas dentro de un tablero que no controlaban, prisioneros del juego del ministro, aunque sus propósitos iniciales hubieran apuntado en dirección contraria.

El carruaje avanzaba con un vaivén constante, pero el silencio en su interior se sentía denso, casi asfixiante. Vereno aún procesaba lo que acababa de presenciar cuando un golpe seco quebró aquella quietud. Volteó el rostro con rapidez y descubrió a su padre inclinado hacia adelante, apoyando con firmeza un codo sobre la rodilla, mientras la mano contraria cubría por completo el rostro de Eltriar. Sin mostrar prisa ni compasión, giraba la cabeza del Omega como si evaluara un objeto de colección, examinando con ojos fríos, calculadores, buscando defectos invisibles o midiera el alcance de su obediencia.




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