Castillo De Arena

Castillo de arena

 

No estaba interesado en el folklore caribeño por lo que apenas detuvo un momento la mirada en aquellas muchachas que volteaban sus cuerpos, sus almas y sus faldas, en un enloquecido vórtice de colores cálidos. Mostraban sus blancos dientes tras una enorme sonrisa que de forma intermitente  intercambiaban por las coletas que sobresalían de sus vistosos sombreros. 
Los hombres entrechocaban cadenciosamente las palmas de sus manos a la altura del pecho, y vestidos de blanco, bajo un sombrero de ala ancha, flexionaban ligeramente sus rodillas al compás de la dulzona música. 
Todo ello se desarrollaba bajo un implacable sol que quemaba pieles y abrasaba voluntades.
Mauro sintió una punzada de dolor que le hizo torcer el gesto. La enfermedad le recordaba que no le quedaba mucho tiempo y que el final no iba a ser fácil. 
No tenía ya demasiado apego a la vida, pero tenía que terminar lo que le había llevado a aquel caluroso país.
En otra etapa de su vida habría pensado en esa playa de arena blanca y agua esmeralda que se ofrecía a pocos metros de la plaza.
--¿Es usted Mauro?--escuchó a su espalda. 
Al volverse encontró el rostro de un hombre de edad indefinida, barbilampiño y con mirada inquieta.
--Si, yo soy--se oyó decir a si mismo y su voz le sonó lacónica.
--Acompáñeme, por favor. La señora Gladis le espera.
Caminaron unos metros hasta un imponente y elegante coche negro. El hombre abrió la puerta trasera y con un gesto de su mano le invitó a entrar. Mauro se sintió incómodo, habría preferido sentarse en el asiento delantero, pero no protestó. 
El trayecto duró más de dos horas por una carretera infame, llena de baches y de curvas. Eso si, con unas preciosas vistas al mar. 
La mansión era de estilo colonial, pero moderna y lujosa. 
Gladis le recibió en su despacho. Su aspecto era el de una mujer dura. Una triunfadora que se había hecho a si misma. Ningún hombre habría pensado que era una gran belleza, pero tenía la apostura de las personas seguras de si mismas y un extraño atractivo. 
--¿Por qué querías verme?  --dijo ella con dureza. 
--Supongo que ya sabes que soy tu padre. 
--Ya se que eres el hombre que me engendró. Y el que dejó abandonada a mi madre, al que nunca conocí y por el que no tengo el más mínimo interés. Y ahora, te repito la pregunta, ¿por que querías verme? 
Mauro tragó saliva, aquello no iba a ser fácil, pero allí estaba y no se arrepentía de ello, al menos de momento. 
--En primer lugar te diré que no he venido a contarte ninguna mentira. No pretendo tu perdón ni tu cariño, que se que no me puedes dar. Tampoco te voy a pedir nada material. Ya veo que te ha ido muy bien. No se como has hecho tu fortuna y tampoco me interesa.--Llegado a este punto hizo una pausa y observó la expresión de Gladis, que más bien era de inexpresividad. Le sorprendió un poco, incluso esperaba que le interrumpiera y dijera algo, pero no lo hizo y decidió continuar. --Nunca estuve enamorado de tu madre, y tampoco creo que ella lo estuviera de mi. Teníamos unos veinte años, yo vine al país de vacaciones y a pasarlo bien. Era un chico... como se suele decir en mi país, del montón, no se si conoces esta expresión--Gladis asintió levemente con la cabeza--No tenía mucho éxito con las mujeres, al menos, mucho menos que mis amigos que se burlaban constantemente de mi por este tema. 
Conocí a tu madre en una fiesta a la que nos invitaron un grupo de chicas, que eran sus amigas. Nos fuimos, por decirlo de alguna manera, emparejando de forma natural. Charlamos un poco, ya sabes, empezamos por contarnos cosas y costumbres de nuestros respectivos países, algo de nuestras vidas y poco más. Bebimos, me intentó enseñar a bailar y acabamos haciendo el amor en la playa. 
Estuvimos juntos la semana que duraron las vacaciones. Parece ser que le di mi dirección en algún momento y un tiempo después recibí la noticia de que estaba embarazada. Ni siquiera contesté la carta, ni me crei del todo que fuera cierto. Ella, la verdad, tampoco me volvió a molestar ni intentó ponerse en contacto. 
Años después, tuve noticias de tu existencia porque uno de mis amigos estableció una relación más seria con una de las amigas de tu madre. 
Bueno, esta es la historia. ¿Encaja con lo que te habían contado?. 
--Si, más o menos --dijo Gladis --Tengo que reconocer--continuó --que me ha sorprendido tu sinceridad y... me gusta. Pensé que me ibas a contar la típica historia, ya sabes.. tipo, yo estaba muy enamorado, pero las circunstancias me hicieron imposible venir o traerla etc... 
Ahora sé de donde he sacado mi manera de abordar los asuntos. 
Pero dime... ¿por que has venido ahora?--preguntó con un tono muy distinto al del principio. 
--Me estoy muriendo, Gladis. Me detectaron hace algunos meses una enfermedad incurable, permíteme que te ahorre los detalles de la misma. El caso es que los primeros días, después de conocer la noticia, lloraba por las noches hasta que me vencía el cansancio y el sueño, pero una mañana me acordé de ti, y ya no podía pensar en otra cosa que no fuera conocerte y ver como eras. Se convirtió en el principal, o mejor dicho, único objetivo de mi vida. No me importaba si me insultabas o me escupias a la cara. Quería conocerte. Y me alegro haberlo hecho, entre otras cosas porque no me has insultado, de momento, y porque he comprobado que tienes mis mismos ojos. 
--Si,  yo también me he dado cuenta, de lo de los ojos, quiero decir--aclaró Gladis--Tengo mucho dinero, puedo proporcionarte los mejores médicos. 
Mauro esbozó una sonrisa triste. 
--No, no necesito nada. Y mucho menos médicos. Tengo unos ahorrillos que en otras circunstancias se podrían considerar modestos, pero teniendo en cuenta el poco tiempo que tengo para gastarlos... se pueden considerar una fortuna.--dijo poniendo una expresión que pretendía ser cómica--Me he alojado en el mejor hotel de la ciudad. Lo único que te voy a pedir es que tu chofer me lleve al lugar en el que me recogió. No sabría ir desde aquí.
Salió de la mansión, no tenía la intención de volver la cabeza. Si ella le estaba observando, no quería que viese las lágrimas de sus ojos. Cuando estaba llegando al coche, escuchó algo que nunca habría esperado:
--¡Papá! 
Al volver la cabeza vio a Gladis en la puerta, tenía lágrimas en los ojos y le hizo señas con la mano para que se acercara.
Tal vez quería darle un abrazo, tal vez tendría que dárselo él, pero no sabía si estaba preparado para eso.
Al llegar a su altura, ninguno de los dos hizo intención alguna de abrazarse o besarse. 
--¿Sabes cuándo te echaba más de menos? No a ti que no te conocía--aclaró ella-- me refiero a un padre. 
--¿cuándo? --preguntó Mauro con voz temblorosa. 
--De pequeña éramos muy pobres, mi diversión favorita, y la única que nos podíamos permitir, era ir a la playa. Veía a algunos niños jugar con sus padres. Les construían castillos de arena y chapoteaban felices en el agua. Yo les decía a todos que mi papá vivía lejos, pero que un día vendría para jugar conmigo y construirme castillos en la arena. Los demás niños y sus padres me miraban condescendientes y sonreían. Cuando el sol se estaba ocultando y todos se iban, yo me quedaba mirando al mar por donde se suponía que vendrías, y algunos días imaginaba que ya estabas conmigo en la playa viendo la puesta del sol --Gladis hizo una pausa larga obligada por las lágrimas.
--Me preguntaba si querrías venir conmigo ahora a la playa. 
--Nada me gustaría más, aunque no se que tal se me dará construir castillos.
--No quiero que me construyas un castillo, tonto --dijo Gladis, sonriendo y llorando al mismo tiempo. --Quiero que paseemos juntos, descalzos por la arena.
--Es la mejor proposición que me han hecho nunca--dijo Mauro fundiéndose, por fin, en un abrazo con su hija.



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En el texto hay: ternura

Editado: 29.11.2020

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