El demonio destinado a salvar el mundo y el ángel destinado a destruirlo cruzaron miradas. En una guerra sin vencedores, aquel encuentro marcaba el inicio de una guerra sin límite: la catarsis del monstruo que habita en la esencia humana.
—Escamas en el cuerpo, ojos de matices inimaginables y salvajes como los de una bestia, garras que brotan de sus manos y alas que les permiten alcanzar el cielo... poseen un instinto voraz por devorar a los nuestros. Son demonios, aunque algunos insistan en llamarles «mixtos» —sentenció el maestro con un hilo de terror en la voz, frente a una clase que no se atrevía a parpadear.
El pavor se palpaba en el ambiente de la Academia Militar de Baldorand, donde sembrar el odio hacia los mixtos era parte del currículo. Sin embargo, tras las puertas de la sala de profesores, el debate era otro: se cuestionaba si aquellas criaturas poseían derechos o si, siquiera, albergaban sentimientos. La historia oficial dictaba una respuesta fría y sin posibilidad a ser debatida: no los tenían.
—Entonces, nuestro salvador Miler Zarian emergió contra todo pronóstico. Con el respaldo de la Iglesia, lideró la ofensiva que desterró a esos engendros de nuestra tierra santa. Desde aquel día, la paz ha reinado en este lado del continente —continuó el docente.
Entre los alumnos, las dudas comenzaron a nublar los rostros. Emily, un joven de mirada despierta, alzó la mano con determinación.
—Yo creo que hablar con ellos ahora sería bueno —opinó con valentía—. Sería un símbolo de paz.
El maestro guardó un silencio gélido. No necesitó palabras para ordenar a Emily que callara; su mirada fue suficiente para doblegarlo. Emily era una pepita de oro perdida entre el fango y las piedras del río, demasiado puro para aquel lugar.
Al atardecer, los rayos del sol se filtraban por los ventanales como cascadas de oro líquido, envolviendo el salón en una luz melancólica. Solo Emily permanecía allí, sentado en su pupitre junto al profesor. Era la rutina de siempre: su padre, el más alto mando del ejército de Baldorand, solía llegar tarde.
Cuando Philips, su padre, apareció, lo hizo con la urgencia grabada en el rostro. Tras la breve e inevitable charla con el maestro sobre la "naturaleza demoníaca" de los mixtos, Philips puso fin a la jornada. Aquel día, sin embargo, el aire pesaba más de lo normal; la próxima campaña militar de Baldorand estaba por comenzar: una expedición diplomática y comercial hacia el corazón del territorio enemigo.
Philips salió del aula y colocó sus manos sobre los hombros de su hijo, guiándolo por los pasillos de piedra.
—Ellos no son demonios, Emily. Quiero que lo grabes en tu memoria —le susurró con una seriedad que contrastaba con el caos del salón—. No permitas que ancianos amargados te convenzan de lo contrario.
—Mamá creía en ellos, ¿verdad? —preguntó el pequeño. Su voz se quebró y el brillo de las lágrimas asomó en sus ojos.
—Sí, fue la mujer más valiente que he conocido —respondió Philips—. Y su sacrificio no habrá sido en vano.
Una sola lágrima recorrió la mejilla del militar, rompiendo por un instante la máscara de acero que solía mostrar al mundo. Emily esbozó una pequeña sonrisa melancólica mientras se limpiaba el rostro.
—Ella sí que se atrevía a llamarle «viejo cascarrabias» al maestro en su propia cara —recordó el niño, soltando una pequeña risa que ahogó el llanto.
Philips sonrió también. En el fondo, el miedo era un huésped común para todos, aunque los soldados como él hubieran perfeccionado el arte de ocultarlo tras el deber.
Las etiquetas de «vencedores» y «vencidos» resultan insuficientes para resumir el saldo de una guerra, y en esta crónica, la ambigüedad sería la única constante.
Más allá de las fronteras de Baldorand, el territorio mixto se fragmentaba en un mosaico de tribus y pequeños estados. El más influyente de todos era Albazar, una tierra envuelta en mitos, donde los hechiceros y las criaturas ancestrales caminaban a la par de los mixtos.
El contraste entre ambas naciones se grababa a fuego en la mirada de quien cruzara la frontera. Mientras en Baldorand los castillos se alzaban como gigantes de piedra labrada que pretendían rasgar el cielo, en Albazar la arquitectura abrazaba la sencillez. Allí, la modestia no era una elección estética, sino una imposición de la necesidad; la guerra les había arrebatado cualquier derecho al lujo.
En el corazón de la capital de Albazar se erigía una ciudad amurallada que custodiaba el castillo real. En sus calles, aquellos a quienes el mundo llamaba «demonios» recorrían el día a día con una normalidad desconcertante. Para un observador imparcial, Albazar no difería de cualquier aldea humana: personas entregadas a sus oficios, niños jugando y rutinas compartidas. Los rasgos que los hacían distintos eran sutiles; algunos apenas mostraban escamas en el cuerpo, así como pupilas de colores imposibles. La pureza de la sangre dictaba la fisonomía, y solo los linajes más antiguos conservaban el raro don de las alas.
Dentro del castillo, bajo el resplandor de los ventanales que bañaban de luz la sala de armas, se desarrollaba una escena de brutalidad cotidiana. Dynama Albazar se batía en un duelo desigual contra su propio padre, el Rey Zila.
La técnica del joven era más que imperfecta aún, una danza de retrocesos ante las embestidas implacables del monarca. El cuerpo de Dynama ya acusaba el rigor del entrenamiento, marcado por hematomas y cortes que florecían bajo su ropa. A pesar de su linaje noble, los rasgos mixtos en él eran discretos: unos ojos de un azul eléctrico que parecían brillar con luz propia y mechones blancos que contrastaban con su cabello oscuro, un rasgo típico de su casta.
Dynama no poseía una complexión imponente ni ventajas físicas naturales; era, en apariencia, un joven común atrapado en una exigencia que él creía que no podía llegar a cumplir. Aunque Zila moderaba sus golpes en ciertos momentos, la diferencia de fuerzas era abrumadora. Dynama apenas lograba sostener la espada de madera con sus manos temblorosas hasta que, finalmente, sus piernas cedieron. Se desplomó sobre el suelo de piedra, exhausto, mientras el entrenador personal se apresuraba a socorrerlo.
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Editado: 28.12.2025