Cautiva de la maldición - Revolución de los malditos I

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ANNIA
 


—Tráiganla —ladró Lesfrid I'helm, el hombre parecía de unos 40 años, era bajo y con una ligera barriga, llevaba el típico traje de la corte: Un albornoz en forma de capa cerrada hacia el pecho de color blanco con detalles y decoraciones doradas las cuales algunas le llegaban a los talones, también tenía unos borceguí con tacones que resonaban por todo el lugar, y sin nunca faltarle, también los anillos que relucía en todos sus nudillos.

Frotaba sus manos calludas con nerviosismo. Por fuera, parecía un cortesano cómun de Charea quien velaba por el bienestar del Rey en su corte, pero el verdadero Lesfrid era otra cosa, siempre que se la pasaba de pinta y pinta armaba un teatro.

La última vez que lo vi fue en la taberna de Charea tan ido y borracho que probablemente no se acordara de su nombre.

Ese día, me llamaron para verificar que el hidromiel de la taberna estuviera en las mejores condiciones, ya que muchos comerciantes suelen venderlo de mala manera. Cuando se escuchó un alboroto en las mesas de una esquina donde Lesfrid junto a sus amigos estaban vitoreando a una joven que pasaba por el lugar, poco sabía Lesfrid que ella tenía a su marido quien era dos veces más grande que su tamaño y pronto se volvió una refriega tan grande que los guardias se llevaron al marido de la pobre muchacha, pero a Lesfrid lo dejaron ir para que contara sus anécdotas de valentía desenfrenada ya que como era parte de la corte del rey, sus problemas no llegaban más allá que unas pocas recomendaciones.

Eso no explicaba por qué me encontraba de rodillas en una de las alas en el interior del castillo de Charea, o por qué me miraba Lesfrid y sonreía como si hubiera ganado el premio mayor. Tal vez así era.

Me llevaron a bajas horas de la madrugada de mi celda, el cuarto contenía destellos de oro y marfil por todo el lugar, había sillones de forma tosca y voluminosos, hechos de madera maciza, las paredes tenían empotradas figuras de animales y personas hechas en yeso. En la habitación solo nos encontrábamos Lesfrid y sus guardias y pese a ser una habitación extensa solo se escuchaba el ruido de mis respiraciones.

Lesfrid se volvió a reír de forma nerviosa, provocando que los guardias que me sostenían se rieran con él. No lo entendía ¿Qué era tan gracioso? A mi parecer era triste, tener que fingir ser alguien que no eras. El tener que beber para fingir que su esposa no lo abandonó por todo lo que decían de él, tanto fue que llegó la noticia que lo vieron en la cama con sirvientas que ejercian la prostitución y se fue con sus hijos a Sephtri, y por supuesto, la gente habló de ello, la gente conoce quién es realmente Lesfrid, pero su puesto en la corte hace que se escondan los trapos sucios.

Mi mente se desviaba de forma continua, los únicos sentimientos que albergaba en mi en ese momento si ignoraba la falta de circulación en mis muñecas y el palpitar en mi cabeza; era de alivio. Mi capa seguía aún cumpliendo la función de tapar mis facciones. La capa, la cual siempre me acompañaba a lo largo de mis días.

Traté de mover mis brazos para que las cuerdas se aflojaran un poco, unos pocos movimientos más y lograría el alivio en mis muñecas que tanto deseaba.

—Sujétenla bien—les gritó a los guardias con pánico, los cuales estiraron las cuerdas aún más, hasta el punto en que mis muñecas palpitaron con fuerza y sentía que se comenzaban a hinchar.

Quién iba a pensar que ese movimiento sería suficiente para que Lesfrid pensara que iba a escapar, y es que, si su cerebro funcionara de forma correcta, se daría cuenta que la mitad de mi cuerpo ya estába siendo estrujado por ellas.

Es curioso como cambian las cosas en un parpadeo, parece que fue hace mucho cuando recogía las flores Phasey en el campo sobre las montañas de San Berza. Mi padre me mandó a buscarlas específicamente para la creación del ungüento que la señora Emilia utilizaba cada mes para sus dolores musculares.

La farmacia estaba llena de gente, había niños y enfermos quienes necesitaban ser atendidos y, de hecho, le dije a mi padre que uno de mis hermanos podía ir por las flores mientras yo me quedaba atendiendo a los pacientes. —Tienes que ser tú Annia, solamente tú sabes llegar más rápido a las montañas de San Berza—. Dijo él y nadie, ni mis hermanos ni yo podíamos negarle nada. Así que salí hacia las montañas, ese día estaba soleado y una que otra persona se encontraba en mi camino. Todo iba muy bien hasta que la oscuridad me tragó entera y desperté viendo el rostro de Lesfrid I'helm. Eso fue hace tres días.

El palpitar en mis muñecas me trajo de mis recuerdos.

—Mis muñecas...Están muy apretadas—dije con voz baja, por supuesto, sabía que no podía darles lástima, estos tres días me di cuenta de ello, pero si podía sacar una carta a mi favor—. No querrás que el rey me vea como mercancía dañada ¿No es cierto? Me necesitas sin un rasguño.

Realmente no sabía a quien me habían vendido, pero si tenía la certeza de ello, sobre todo por la forma en que Lesfrid me miraba; como si fuera un trato más en su agenda. Pero uno que se debía tratar con cuidado.

—Oh, cariño—. Lesfrid me miró con una sonrisa lobuna. —deberías comenzar a desear que sea el rey quien te vaya a poseer.

Me tensé bajo las cuerdas y mi corazón se aceleró, si no era el rey con quien habían hecho el trato... ¿Quién era? ¿Quién me querría? Normalmente soy una simple médica, la gente que me conoce sabe esa parte de mí. Todos en Charea me conocen como "La chica sin rostro" y era por el bien de ellos, y el mío que no se supiera como era sin mi capa.

Todo porque era una maldita. Las personas como yo, que nacen con una característica distinta a las demás, ya sea su color de cabello, su color de ojos, su color de piel, se han visto casos de otras características más llamativas como lo son las orejas e incluso en algunos libros, colas. Cosa que no se ha asegurado pero sigue escrito en papel. Todas estas personas son consideradas malditas por Solara, la deidad de Aragorn. Para mi, no solo era una característica sino que tenía dos: Mi cabello rojo como el atardecer y mis ojos color lila. Algo díficil de pasar desapercibido cuando la mayoria de la población tenía el cabello negro o marrón y ojos cafés.




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