Cautiva de la maldición - Revolución de los malditos I

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ANNIA

 

~Hace algunos días...~

 

—Doctora, ¿Mi mamá se pondrá bien? 

La niña de unos 8 años tenía pecas en su nariz y mejillas  junto con un par de ojos grandes me miraba con lágrimas sin derramar. Su madre que estaba recostada en la camilla de la farmacia respiraba con dificultad. Al parecer resultó siendo víctima de los traficantes ya que era una maldita. Su cabello era blanco y lacio pero lo más notable eran sus orejas puntiagudas. La mujer de tez pálida trataba de ir levantarse para ir junto a su hija mientras tocia de forma descontrolada.  

Hace algunas semanas, comenzaron a desaparecer malditos en todo el reino de Aragorn. La iglesia junto con varios concejales decidieron hacer la vista gorda frente a estas personas desaparecidas. Incluso algunos ciudadanos arrancaban los carteles de búsqueda que la familia de las víctimas colgaban por la ciudad. Ella era la única hasta el momento que pudo escapar de sus secuestradores.

—Está bien, todo estará bien—. La traté de calmar y de recostar de vuelta a la camilla.

—Ellos—Tos.—Mi hija, protege a mi hija. 

—Señora, no se preocupe. Por ahora trate de descansar, está en buenas manos—le dije mientras iba por una vasija con agua para poder limpiar algunas de sus heridas. Sus manos tenían heridas de defensa. Ella era una luchadora.

Hice un ungüento con Dabrann, un hongo que alivia el dolor y evita las infecciones. Eran heridas contundentes pero pequeñas. Hechas con un cuchillo. Cuando revise sus brazos me encontré con pequeños puntos en los antebrazos y sus bordes eran de coloración morada. Me alarmé y me levanté de mi asiento para revisar otras zonas. Solo podía significar que le inyectaron algo en su cuerpo o le extrajeron algo pero ¿qué?. 

Su tez estaba pálida, pudiera ser un síntoma de ¿falta de sangre? Pero, se necesitaba de alguien que supiera de medicina para poder realizar una extracción de sangre con éxito. Mi mente no paraba de imaginar todos los casos para los cuales tuvieran que extraer sangre de una persona, y sobre todo, de una maldita.

Escuché pasos detrás mío. Era mi padre. 

—Annia. Déjame a mí terminar el resto—puso su mano en mi hombro y lo apretó. 

—Está bien. Iré a revisar a los demás pacientes. 

Algunos días después recuerdo haberle preguntado a mi padre que había pasado con la mujer y su hija ya que no las volví a ver, pensé que se había recuperado y se habían marchado. Pero mi padre no me contestó y evadió la pregunta. 

 

~Actualidad~


Se abrieron las dos puertas de madera maciza, las cuales resonaron por todo el lugar. Lo primero que miré fueron los destellos dorados de todo el gran salón. Había cortinas de color marfil que caían en forma de arco por las columna, estatuas de yeso que presentaban algunas varias etapas de la desnudez estaban empotradas en las paredes, parecía que todo estaba hecho de forma medida y simétrica. El símbolo del sol dorado de cuatro puntas se encontraba por todo el lugar, incluso los vitrales y el techo lo poseían, por lo que todo destellaba.

El pasillo parecía infinito o tal vez era mi imaginación. En el lado izquierdo se encontraban los puestos de los cinco consejeros del rey, y al lado derecho los cortesanos quienes parecían más porque cada uno llevaba un esclavo. Algunos de ellos mostraban caras de curiosidad, otros de ellos me ignoraban. Mientras que los consejeros se encontraban apacibles en sus puestos.

—Su majestad, como se me ordenó, he traído a la mujer—dijo Lesfrid con voz bastante alta. Estábamos lejos del trono, pero el eco de su voz resonó por todo el salón.

Más allá en el fondo del pasillo se encontraba el regente, el hermano del rey, quien hace un año tomó el trono mientras el rey que cayó enfermo se recuperaba. Fue una noticia que desgarró el corazón de los ciudadanos, nadie sabía qué enfermedad tenía el rey, pero todos rezaban para que se recuperara. Lo que nadie notó a mi parecer fue que el hermano del rey se le veía muy pocas veces en el palacio, incluso algunas personas creyeron que se había ido a otro reino por problemas familiares y apareció repentinamente tiempo después de que el rey se enfermara para tomar las riendas de Aragorn.

—Gracias por tu trabajo Lesfrid, puedes retirarte—El regente alzó una mano y los guardias comenzaron a empujarme hacía el frente. Mis instintos me decían que no hiciera fuerza por detenerme, pero solo haría que empeoraran las cosas, así que me dejé guiar.

Mientras era arrastrada, sentí una mirada penetrante, por lo que fijé mi vista hacía allí y vi los ojos más verdes que allá visto antes. Parecían esmeraldas que competían junto al destello dorado del lugar. El hombre de esos ojos era el sobrino del regente, sus facciones eran endurecidas, junto con una mandíbula que poseía una barba de 3 días, llevaba una camisa blanca de tela ligera y con costuras de chitón, estaba abotonada hasta el cuello y encima llevaba un chaleco de cuero bordado con hilos dorados, y en su pantalón negro tenía un cinturón de rana junto con su vaina que llevaba el símbolo del reino. Por sus expresiones y su postura parecía totalmente aburrido.

—Sobrino, te he traído un regalo, espero que lo aprecies y la trates de la mejor manera. Es un bien que tanto tú como yo necesitamos—el regente se pasó una mano por su barba y miró al príncipe buscando desafío.

La mano del príncipe que se encontraba reposada en la silla se apretó hasta el punto de que se le marcaron las venas. Había fuego en su mirada, pero por lo demás seguía en esa postura relajada. 




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