El viento soplaba en la cara de Elizabeth mientras corría a toda velocidad, intentando inútilmente evitar la oscuridad que la perseguía, rodeándola al fin. Cerró sus ojos con fuerza, deseando que el miedo que sentía se disipara. Sintió el sudor resbalar con lentitud por su pecho, mientras su corazón latía como loco. Sus piernas no se detuvieron en ningún momento, haciendo lo posible por escapar.
¿De qué huía exactamente? Se repetía la misma pregunta cada noche.
Por más que corría tenía la maldita sensación de no moverse ni un centímetro. Deseó abrir los ojos y dejar todo eso atrás, como sucedía cuando sonaba su alarma. Ella sabía que todo era un sueño, pero por más que lo intentara, le era imposible despertar. La desesperación cada vez era mayor, a tal grado de volverse un miedo asfixiante. Su instinto le gritaba que huyera, como siempre hacía, aun sin conocer el por qué.
Cada mañana recordaba a detalle las pesadillas que se repetían sin parar, enfatizando en esa mirada carmesí emergiendo de entre las sombras, mostrándole unos iris tan rojos como la sangre y tan fríos como el mismo Yakutsk.
Esa risa resonó a su alrededor, como si estuviera dentro de su mente. Cubrió sus oídos esperando que desapareciera, cerrando los ojos al mismo tiempo, sabiendo que cuando los abriera todo se desvanecería, dándole paso al amanecer.
—Despierta, princesa —la voz se burló.
La chica abrió los ojos de golpe al escuchar la voz a su lado en la habitación, al tiempo que sintió como esa cosa la sujetaba con fuerza de la muñeca, haciéndola soltar un grito asustada, sobrepasando la barrera de sus sueños.
Se incorporó de un salto, respirando con dificultad, pasando saliva en busca de valor antes de voltear al espejo de cuerpo completo al lado de su cama, manteniendo la extraña sensación de estar siendo observada.
Que estupidez, pensó fastidiada, dejando atrás las pesadillas, guardándolas en el sótano dentro de su cabeza.
Se giró sobre sí misma, cubriéndose por completo con la sabana, anhelando, aunque fueran cinco minutos de sueño reparador. Su mano derecha viajó a su pecho, cerrando los ojos, intentando controlar los irregulares latidos de su corazón. Respiraba y exhalaba, pensando en el aroma de la madera, un truco que siempre lograba relajarla. Ya más calmada notó el ardor en su brazo, encontrándose con una marca rojiza alrededor de su muñeca. Últimamente los sueños parecían traspasar esa barrera entre sus pensamientos y la realidad, algo que la desquiciaba. Cada semana era más común toparse con ese tipo de “recordatorios” de sus pesadillas, que lejos de sorprenderla, ahora solo ignoraba.
Ojalá pudiera hacer lo mismo con las pesadillas.
El celular sonó de repente, haciéndola saltar por la sorpresa. 5:45am hora despertarse. Afuera ni el sol se atrevía aun a mostrarse y ella ya debía prepararse para la escuela. Aplazó la alarma diez minutos más y volvió a cubrirse hasta la cabeza, esforzándose en dormir, aunque fuera un poco.
Un bostezo se escapó de su boca, que terminó rebotando entre sus dedos. Se sentía cansada, como en la mayoría de sus mañanas. No dudaba que fuera por sus vívidos sueños, que drenaban toda su energía matutina.
Por más que intentaba prestarle atención a su maestro, le resultaba imposible. Veía como el profesor se movía con plumón en mano, como flotando de un lado al otro en el pintaron, llenándolo de cálculos que no terminaba de entender. Volteó a ver a sus amigas y no le sorprendía no ser la única claramente perdida y aburrida en la clase. Los ojos llorosos de sus compañeros de clase delataban lo mucho que bostezaban, uno tras otro. Agradecía que no fuera la clase de inglés o medio salón estaría castigado solo por hacerlo y no aguantar su aburrimiento frente a la maestra.
Karla, una de sus mejores amigas, reposaba su cabeza sobre la mochila, profundamente dormida al fondo del salón, donde la vista del maestro no tenía acceso. Soltó una risita cómplice mirando a Alejandra, su segunda mejor amiga y regresó la vista a su cuaderno, descubriendo en él la infinidad de veces que su firma marcaba la hoja, como pasaba cada que sostenía una pluma en su mano y de forma inconsciente ignoraba su alrededor, perdiéndose en sus pensamientos.
Formulaba cientos de hipótesis en su mente sobre las marcas que aparecían en su cuerpo, tras un sueño tormentoso. Pensó que lo más lógico era que ella misma se hiciera los moretones y las marcas, mientras Isis, su gatita, colaboraba con los rasguños. Pensar eso la dejaba más tranquila, pero seguía sin encontrarle explicación a la rosa junto a su cama el día que dio “el gran paso de niña a señorita”. La nota que la acompañaba mostraba en letra clara y hermosa caligrafía un mensaje que jamás olvidaría:
“Felicidades princesa, pronto formaras parte de mi mundo”.
Esa mañana Elizabeth bajó rápidamente a la cocina, prendiéndole fuego a la nota y el regalo. El solo recordarlo le erizaba la piel. Si se trataba de una broma cruel de Jess, no daba nada de risa. Nunca se atrevió a preguntarle a su hermana si ella lo había hecho, por temor a que su respuesta fuera un no. Prefería torturarse con la idea de que probablemente estaba un poco loca y tras lo ocurrido en su adolescencia no le sorprendería. Bajó la manga de su blusa, ocultando la marca sobre la cual llevaba una gruesa pulsera de tela. Quien la viera creería que la maltrataban en su casa y lo que menos quería es que la gente molestara a su familia que tanto había sufrido ya.
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Editado: 19.04.2022