La chica comía muy apenas, con la mirada apagada, todavía llorando en silencio. Desde que despertó notó que su cuerpo no le dolía más y al mirarse al espejo descubrió que los moretones ya no estaban. Una señora la esperaba con una charola de comida al lado de la cama, pero Elizabeth se negaba a probar bocado y decidió tomar un baño, intentando asimilar todo lo ocurrido, pero el agua no sirvió más que para darle un golpe de realidad, al resaltar en sus muñecas las cicatrices de lo ocurrido. Quizá el demonio había borrado algunas cosas, pero ese dolor en su alma no se iría con magia y al parecer, las cicatrices tampoco.
—Quiero verlo —le pidió a la señora, que dirigía la cuchara a la boca de la chica, en un intento desesperado por hacerla comer—. Necesito hablar con él —dijo intentando sonar más decidida, desviando la cabeza de la comida, como niña chiquita. Estaba desesperada por saber lo que fuera de Angel. Desconocía cuantos días habían pasado ya y eso la mantenía aún más preocupada. Cuando despertó ya curada, en el resto del día el demonio no regresó, así que durmió un rato y al despertar la única que seguía ahí era esa señora que ahora le ayudaba a comer o más bien dicho, la obligaba a hacerlo, pues para ella era tan difícil pasar bocado sin saber si su amor había probado agua siquiera durante todo ese tiempo.
—El amo regresara pronto —dijo ya un poco malhumorada ante la insistencia de la chica. Se miraba en sus gestos que ni ella misma creía esa mentira, desconociendo si en realidad el demonio se presentaría ese día.
—Eso dijiste ayer y ya no puedo esperar más —sintió las lágrimas llenando poco a poco sus ojos, imaginando a Angel. Decidió ignorarla y se levantó de la cama.
—¿A dónde vas? —le preguntó desconcertada. Elizabeth volteó a verla y corrió a la puerta de salida, encontrándola abierta y no lo pensó dos veces antes de escapar de ahí— ¡Señorita! ¡¡Regrese!! —gritó asustada al verla salir sin más.
Elizabeth corrió con todas sus fuerzas, pero apenas dobló el pasillo Gabriel apareció frente a ella, tomándola por el brazo con la fuerza suficiente como para dejar su mano marcada en la blanca piel por días, haciéndola gritar de miedo al llevarla por la fuerza de nuevo a su habitación.
—¿En dónde está? —lloró, satisfecha de ver que por lo menos su intento de escape lo trajo de vuelta.
El demonio no le contestó y la arrojó al suelo sin miramientos, viendo amenazadoramente a la esclava que se limitó a ver la escena asustada. La señora se reverenció muerta de miedo, saliendo tan a prisa que tropezaba con sus propios pasos. Apenas salió, el demonio cerró la puerta con fuerza, controlándola únicamente con su mente, volviendo su mirada a Elizabeth para contestar a su insistente pregunta.
—Lo he dejado unos días con mi hermana —una malévola sonrisa se formó en su rostro—. Deben estarse divirtiendo mucho —dijo sínicamente ante la preocupada mirada de la chica.
—¿Qué le han hecho? —preguntó sin parar de llorar, asustada.
—Nada de lo que no pueda recuperarse —se burló, dejándola ahí, mientras se dirigió a la sala de estar, sentándose en los sofás.
Elizabeth se debatía entre reclamarle, suplicarle o exigirle, que lo dejara libre. Comenzaba a sentir un hormigueo en su brazo, seguido del dolor de los hematomas. Se puso de pie y lo buscó para encararlo. Le temía, pero ese miedo no era más grande que el amor que sentía por Angel y no dejaría que lo lastimaran por más tiempo.
—Déjalo ir. Ya me tienes a mí, ya ganaste. Eso fue lo que acordamos —recalcó llamando la atención de Gabriel, quien la miró con semblante serio. Ningún humano había sido tan insolente como para hablarle como ella hacía. ¿Cómo se atrevía siquiera a retenerle la mirada sin ponerse a temblar? Elizabeth sabia lo peligroso que podía ser y parecía no importarle. Admiraba su valentía, en la misma proporción que se compadecía de su estupidez.
—Al parecer no has entendido como se manejan las cosas en el inframundo —su paciencia se había agotado. No acostumbraba a ser desafiado—. El único que ordena aquí soy yo, princesa —sus ojos se prendieron en llamas, en un intento por intimidarla y eso la hizo retroceder un paso, solo para dar un par de ellos en su dirección, posicionándosele en frente. Enojado se levantó sosteniéndole la mirada, confundido por la actitud de su nueva esclava.
—Dijiste que dejarías a mi familia y a Angel en paz si me entregaba y aquí estoy desde entonces. Así que libéralo —ordenó roja por el enojo, con lágrimas en los ojos y sus manos vueltas puños.
—Entregarse, princesa, es una palabra muy ambigua, que da lugar a distintas interpretaciones —se burló, disipando su enojo y regresando sus ojos a su color habitual, desafiándola con la mirada, mientras una sonrisa se dibujaba en sus labios hasta mostrar sus colmillos—. Ríndete, obedéceme y entrégate a mí en todos los sentidos, solo así, quizá sea piadoso.
Elizabeth lo miraba aun furiosa y confundida. Ya no sabía que más decirle o hacer para que liberara a Angel.
—¿Te has quedado sin habla? ¿Tu repentino valor se ha esfumado, preciosa? —la retó, dando vueltas a su alrededor, como los depredadores jugando con sus presas, disfrutando su confusión.
—Quiero verlo, ahora —exigió buscando su mirada y retándolo nuevamente.
—Mala elección de palabras —sonrió satisfecho— tendré que darte un buen motivo para temer y obedecerme.
En un abrir y cerrar de ojos desapareció del lugar, dejando una ráfaga de viendo a su partida, sin darle oportunidad de opinar o defender lo que decía.
—¡No! —gritó ella imaginando a donde iría y fue hasta la puerta, intentando abrirla a pesar de estar trabada. Sabía que nunca ganaría, pero se negaba a quedarse sin siquiera intentarlo. Nunca había sido de las chicas que se quedaban calladas o se dejaban intimidar y no estaba dispuesta a flaquear frente a Gabriel, porque sabía que una vez lo hiciera, se convertiría en una persona débil.
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Editado: 19.04.2022