Cautivada por el ángel

Capítulo 33: La salida del sol

Elizabeth se encontraba sola al pie de la escalera en la que Cedric llamaba su “casa de campo”. La chica llevaba un par de minutos concentrada en su reflejo en la cubeta con agua frente a ella. No lograba reconocerse a sí misma. Su rostro era recorrido por un relieve morado que abarcaba la mitad de su cara. Su labio, al igual que su nariz, estaban rotos. Sus ojos lograban verse apenas, gracias a la hinchazón y el enrojecimiento provocado por los múltiples derrames en ellos. Se preguntó en qué momento se convirtió en esa pobre mujer que veía con tanta lastima a través del agua.

Su rostro era solo un recordatorio de la golpiza que su amo le daba cada que se atrevía a desobedecerlo. Deseaba ser más obediente, pero había ocasiones en las que simplemente no podía. 

Una lagrima rebotó en el agua, ocasionando una pequeña onda en ella. Llevaba en ese lugar solo tres días y ya se preguntaba cuanto más aguantaría antes de que su captor la matara.

Dejó caer el cepillo en la cubeta. No quería verse más y debía terminar de limpiar los pisos o se ganaría otro castigo. Sus brazos temblaban cada que los movía, adoloridos como nunca por permanecer atados hacia arriba durante toda la noche. Por fin le concedía un poco de libertad al no encadenarla, como era costumbre ya. Eso era incluso más cruel que mantenerla atada. Frente a ella se alzaba una hermosa vista al bosque a través de un gran ventanal. Fantaseo con ponerse de pie, romper el cristal que la separaba de la libertad y correr a toda velocidad fuera de allí, pero con lo debilitada y adolorida que la había dejado, no podía hacerlo. De nuevo las lágrimas le inundaron los ojos. Anhelaba esa libertad que nunca tendría, sintiendo la opresión en su pecho y el ardor en su garganta al intentar contener el llanto. Solo imaginarse saliendo de ahí, la heria en lo más profundo de su corazón. Sentirse tan cerca de la libertad, sabiendo que se encontraba tan lejos de ella, la destrozaba.

Empezó a fregar las baldosas sin poder contener los gestos de dolor con cada movimiento. Siguió así hasta que el dolor y el cansancio la superaron haciendo que cayera recostada en el suelo, cerrándosele los ojos y quedándose profundamente dormida.

Un cubetazo de agua fría fue su alarma para despertar, haciéndole soltar un quejido. Una patada en las costillas fue lo siguiente que sintió y su cuerpo no pudo evitar doblarse de dolor, temblando por el frio de la madrugada.

—Espero que tu descanso haya sido placentero, porque no volverás a dormir en mucho tiempo —amenazó, levantándola al sujetarle el cabello con fuerza, haciéndola gritar de miedo y dolor.

—Perdón —suplicó asustada, temblando todavía, con la voz afónica.

—Divirtámonos un rato, poupée. Juguemos afuera—su mirada asesina no dejaba de inspeccionar las facciones de su víctima, pintando en sus labios una sonrisa escalofriante. 

Le sujetó el brazo con fuerza hasta ponerla de pie, a pesar de sus temblorosas piernas. Avanzó hasta la puerta de entrada, sin importarle llevarla casi arrastrando, con las piernas tan flojas como para poder caminar por sí misma.

—¿A dónde vamos? —El pánico se apoderó de ella al ver que abría la puerta. No debía hablar y mucho menos cuestionarlo, pero no pudo evitarlo. En la entrada se veían un par de escalones que llevaba a la casa y al ver que la chica no podía sostenerse, la arrojó abajo. Elizabeth metió los brazos, soltando un alarido al sostener su peso en el brazo con la muñeca rota. No se atrevió a levantar la vista, al contrario, escondió su rostro en la cortina de su rizado cabello.

—Quiero que corras —mencionó divertido, recargándose en el marco de la puerta, viéndola desde lo alto, mientras cruzaba sus brazos.

Elizabeth negó con la cabeza, sin creer la orden que le estaba dando. ¿Cómo creía que podía correr cuando no podía ni ponerse en pie?

—Las casas más cercanas están a poco menos de dos kilómetros de aquí y si consigues llegar a una te daré un sándwich —se burló, riéndose apenas terminó de decirlo.

De nuevo una opresión apareció en el pecho de la chica, sintiéndose humillada. Llevaba días sin comer y sentía que no aguantaría así por mucho tiempo.

—No puedo levantarme —su tono fue suplicante, empezando a llorar por sentirse débil e inútil.

—Tienes hasta que salga el sol. —Volvió a reírse.

—No lo lograré.

Al ver que su esclava no se movía, bajó las escaleras silbando y al llegar con ella pateó sin fuerza su vientre en forma de advertencia. 

—Si no lo haces por una recompensa entonces será por una vida. Toca la puerta de la casa más cercana antes que el sol salga o matare a tu bastardo —Elizabeth levantó la vista incorporándose, mirándolo aterrada y con el corazón acelerado. No se atrevería ¿O sí? Gabriel lo cazaría hasta matarlo si dañaba a su hijo.

—No, por favor, amo. Nunca llegare. —Las lágrimas le cegaron la visión, cuando elevó la vista, buscando la anaranjada mirada del demonio, buscando que tuviera compasión de su bebé.

—Entonces esperemos juntos el amanecer —sonrió, sacando una navaja del bolsillo en su pantalón.

Elizabeth volvió a bajar el rostro hasta el césped, sollozando. Deseó regresar el tiempo atrás y aceptar el maldito sándwich. Quedarse sin comer era algo que podía hacer un día más, pero perder a su bebé… nunca se lo perdonaría.

Tomó una fuerte aspiración, colando el aire helado a sus pulmones y apoyándose del pequeño barandal a su lado, requiriendo de toda la fuerza que le quedaba intentó ponerse de pie, cayendo de frente estrepitosamente.

La risa de Cedric se escuchó a su lado, disfrutando del espectáculo. 

La chica volvió a intentarlo, logrando mantenerse de pie esta vez, pero ante el primer paso volvió a caer. Quería darse por vencida de una vez, pero al sentir a su bebé moverse, decidió que lo haría por él. Se puso de pie y apoyada de un árbol logró avanzar, una y otra vez, acostumbrando a sus piernas a sostener el peso de su cuerpo, tras casi una semana de permanecer gateando. Soltó por fin los árboles y cuando menos lo pensó ya estaba caminando. Volteó al cielo encontrándolo obscuro todavía, pero no podía confiarse, debía ir más deprisa. Caminó lo más rápido que podía y cada que caía volvía a levantarse, ignorando el dolor de sus rodillas destrozadas y el cansancio de sus extremidades.




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