Algunos de sus colegas gustaban apodarlo el portero y tenía mucha lógica puesto que parecía tener acceso a cualquier sitio en cualquier momento. No había cerradura que no pudiese abrir; incluso, se movía con total naturalidad en lugares que claramente no eran de su propiedad. Podía ser una casa abandonada; un extraño refugio decenas de metros bajo el suelo en plena Capital; alguna mansión cuyo dueño prestaba su consentimiento sin estar al corriente; el depósito secreto de armas peligrosas, propiedad del ejército, o bien, como fue este caso, en el profundo interior de la iglesia Santa Ana, más específicamente en su cripta; la misma que había desaparecido de la memoria del tiempo.
―¿La próxima donde será, en los túneles de la casa presidencial? ―preguntó Esteban boquiabierto, atónito frente a lo que veían sus ojos
―Esto es extraordinario ―dijo Ana Paula agachándose para sacar una linterna de la mochila rosada que la acompañaba a todas partes.
―¿Creen que es dueño de todo esto o solo lo hace para impresionarnos? ―preguntó Esteban frunciendo el ceño mientras intentaba leer el español antiguo que lucían las inscripciones en los féretros.
―Es el maldito jefe y esta es su forma de demostrarlo ―dijo Wilson de brazos cruzados parado en medio de la tumba
Dispersos y satisfaciendo la curiosidad, aguardaban el arribo de Martin o bien alguna señal que les permitiera saber de qué se trataba todo aquello. El lugar era tétrico. La cámara de unos diez metros de largo y cuatro de ancho se encontraba rodeada por un centenar de cráneos humanos en forma de calavera; y en el muro oeste, dispuestos en forma vertical, cuatro ataúdes semi derruidos, cerraban el mobiliario.
Carente de iluminación, oxigeno reducido y viciado por tantos años de encierro y abandono, aquel lugar era poco menos que una trampa mortal para quienes permanecieran allí más de lo debido.
―Si no viene en cinco minutos creo que debiéramos irnos ―dijo Esteban llevando las manos a su boca, posado en cuclillas y pálido producto de las arcadas que no podía detener―. ¡Esto es nauseabundo! ―dijo como pudo.
Con sus mentes al borde del colapso y el malestar físico que comenzaba a expresarse en forma de síntomas claustrofóbicos, se disponían a marcharse cuando una luz celeste y una voz que retumbaba en la estructura hueca los reanimó.
―Acá falta una limpieza urgente ―dijo Martin sacudiendo su ropa cubierto de polvo.
―¿De dónde saliste? – preguntó Wilson iluminando la oscuridad cegadora que lo cubría por completo.
―Acabo de entrar por la puerta lateral ―respondió abriendo los brazos y subiendo los hombros como si tal aseveración fuese la obviedad más grande del planeta.
Se acercaron raudamente. Mientras Wilson y Esteban trataban de mostrar que nunca estuvieron asustados y que tenían todo bajo control; la siempre efusiva Ana dejó caer su humanidad en los brazos de Martin hasta que la impávida Pilar, que hacía de su férrea apariencia un escudo sentimental, lo abofeteó sin miramientos.
―¿Por qué me golpeaste? – preguntó mientras masajeaba su mejilla enrojecida.
―Por estúpido ―respondió Pilar riendo entre sollozos.
―¿De dónde decís que viniste? ―preguntó Esteban con las manos en su creciente barriga que aún sufría los efectos del encierro.
―De acá ―dijo Martin abriendo la tapa de uno de los féretros en el muro oeste.
Los invitó a ingresar. Detrás de los sarcófagos, un pasillo extremadamente angosto desafiaba sus miedos más profundos. Luego de recorrer unos cuatrocientos metros, llegaron tan lejos como aquella muralla de ladrillos les permitió avanzar. Al igual que ocurrió con el falso ataúd en la cripta; no se trataba de otra cosa más que de un señuelo que cedió fácilmente a la fuerza ejercida por los tres hombres que lideraban la procesión.
Una vez del otro lado, volvieron a colocar el pedazo de mampostería que oficiaba de pared al mismo tiempo que de portal de ultratumba, y al arribar a un sótano nauseabundo, comenzaron a subir en fila india los poco fiables escalones que servían de pasaje a algún sitio, esperaban, más agradable o menos inhóspito que los anteriores.
Al llegar, los salones lujosos de lo que parecía ser un castillo del siglo XIX, totalmente equipado con muebles originales de la época victoriana, arañas doradas colgando de los techos y una amplia gama de baldosas hidráulicas recubriendo pisos y paredes, señal inequívoca del nostálgico estilo burgués con una pizca de vanidad necesaria, los recibían con mucho estilo.
―Esto es clase ―dijo Esteban tumbándose sobre un sillón.
―¿Qué es este lugar? – Preguntó Pilar inclinando su cuerpo para observar la pecera en el buró.
―Estamos en plena Avenida Alvear ―dijo Martin mientras se despojaba de su mochila―. En la residencia Mabirú para ser más preciso ―dijo mientras se sentaba en la cabecera de una larga mesa de madera e invitaba con sus manos a sus colegas a acompañarlo.
―Tengo una pequeña pero urgente inquietud ―dijo Wilson cabizbajo y sin dejar de rascar su cabello ondulado― ¿el dueño sabe que estamos acá? ―preguntó mientras tomaba posición en la cabecera contraria de la mesa.
Editado: 28.07.2018