Cautivos (borrador)

Capítulo VI. La fuerza de la seducción.

Posadas, Misiones.

Los ánimos estaban muy caldeados en el infierno. Los ángeles de la muerte reprochaban a sus lacayos la falta de control y disciplina para con las huéspedes que llenaban, con el trabajo de su piel, las arcas de las que todos se beneficiaban.

No era buen negocio que dos esclavas sexuales se paseasen por los canales de televisión, manchando la reputación intachable de Sasha Garín; al tiempo que sus principales competidores, en tan despreciable menester, se relamían tras bambalinas aguardando la caída definitiva de uno de los micro imperios más consolidados de América.

No quedaría así.

Fallar o cometer un error en ese mundo es imperdonable. Si lo que se quiere es demostrar fortaleza y un absoluto control, alguien debía pagar con su vida semejante descuido, y debía además, servir como un aviso; uno marcado a sangre y fuego para cafishos, madamas y esclavas. Por eso, los principales administradores de prostíbulos; aquellos encargados de controlar los pases de los clientes; el trabajo de las chicas y, sobre todo, velar por el orden y la discreción, estaban reunidos con quien cortaba el bacalao.

Hacía ya un par de años que Sergei Garín, hijo del viejo Sasha, estaba a cargo de los negocios ilegales de la familia. Para desgracia de los actores involucrados, Sergei era mucho más despiadado que su padre. Iguales en ambición y crueldad; había aprendido de su progenitor que la lealtad se paga con lealtad y las traiciones –y errores- se retribuyen con la muerte.

―Los cité a todos aquí porque quiero discutir algunas cuestiones que son ya de público conocimiento ―dijo Sergei y disparó directo a la cabeza del hombre que tenía más a mano―, ¡es intolerable! Espero ser lo suficientemente claro hoy: esas mujerzuelas que se escaparon de no sé dónde y andan paseándose por los programas difamando a mi padre y el apellido de mi familia son culpa de alguien. Es culpa de todos ustedes ―decía mientras caminaba de lado a lado en aquella planta textil.

«Mi padre me ha dicho que remueva de sus cargos a algunos de ustedes para generar un clima inestable que los motive a mantenerse despiertos. Yo, en cambio, tengo otra postura ¿quieren oírla? Creo que la única forma de salvar al cuerpo es quitando la fracción putrefacta que lo asfixia.

―¿Entonces por culpa de un malnacido descuidado van a echarnos a todos? ―preguntó un joven entusiasta.

―¿Quién habló de echar a alguien? ―Dijo Sergei dando la espalda al auditorio mientras sus diez guardaespaldas vaciaban sus cargadores sobre los cuerpos indefensos y desprevenidos de aquellos hombres.

El mensaje era claro. Era la primera vez que la familia había sido expuesta, y con la intención de que sea la última, Sergei no se anduvo con rodeos. No había segundas oportunidades. No cuando el prestigio y la posición del apellido Garín tambaleaban, evidenciando debilidad, en el escenario criminal.

―Nombren nuevos administradores y hagan saber que se acabó la juerga ―ordenó Sergei a sus guardaespaldas, mientras permanecían parados a orillas de aquel mar de sangre ―. A partir de ahora las mujeres harán turnos de 24hs; se aumentan los pases para mantenerlas despiertas y predispuestas; y las que se resistan o causen más problemas las ponen en su lugar de inmediato; de frente a sus compañeras así van a pensarlo cien veces antes de sublevarse.

«Controlen que los policías de calle sigan de nuestro lado, que de los jueces y comisarios me encargo yo. Y recuerden que mañana debiéramos recibir un nuevo cargamento para el vip en Iguazú. Ah, antes de que me olvide, díganle a los nuevos encargados lo que pasó aquí hoy; tal vez así no se duerman en horas de trabajo.

―¿Y con la señora Nuria qué hacemos jefe? ―preguntó uno de los guardaespaldas.

―¿Qué pasa con ella? ―preguntó Sergei mientras caminaban a la salida.

―Es la gerente general de los prostíbulos ―dijo el guardaespaldas abriéndole a su jefe la puerta del auto―. Yo sé que usted y su padre le tienen aprecio pero mantenerla en su cargo daría que hablar.

―Tienes razón. Es mi amiga desde que tenemos seis años ―dijo Sergei sonándose los dedos con la mirada perdida en la ventanilla del auto― Mátenla ―ordenó sin despeinarse.

―¿Y a quién ponemos en ese lugar?

―La mujer de mi padre es buena candidata. Necesitamos gente de confianza más que nunca ―respondió poniendo al tanto de todo a su padre vía whatsapp.

―¿Le parece que Becky es la indicada? ―Preguntó el chofer que bajó la cabeza ante la mirada desafiante de su jefe reflejada en el espejo retrovisor.

Era una jugada arriesgada. Becky llevaba veinte años siendo la mujer de Sasha y la madrastra de Sergei, pese a que tienen la misma edad. Venida al mundo como Molly Campbell, fue secuestrada en las playas de Brasil mientras disfrutaba de sus primeras vacaciones en el extranjero. Canadiense de nacimiento; rubia y de grandes ojos azules, no desentonaba para nada en la familia de origen ruso que controlaba el litoral argentino hace más de cincuenta años.

Si bien llegó como esclava; una gema invaluable que iluminaría las habitaciones de los prostíbulos más sofisticados; el viejo Sasha la depositó para siempre en su dormitorio personal; y había llegado la hora de saber si el síndrome de Estocolmo era real o tan solo un mecanismo de defensa para sobrevivir como princesa en un mundo de desdichadas.



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En el texto hay: misterio, romance, accion

Editado: 28.07.2018

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