Cautivos (borrador)

Capítulo VII. Parte II. Una luz en la oscuridad

Tras quedarse inmóvil, con los brazos sobre lo que quedaba del  escritorio de la recepción del complejo de cabañas, pensando en sus posibilidades; o más bien en la falta de libertad a la hora de elegir cómo proseguir; terminó por aceptar que debía hacer caso a la petición o imposición de aquella voz en el teléfono. Después de todo, no solo se trataba ya de la ilusión de recuperar un cuadro o de mantener la reputación intacta; ahora tenía la promesa de que en el próximo punto de llegada, el malviviente, la mente que pergeñó esta estratagema, iba por fin a develar su rostro.

Sin perder tiempo, tomaron prestada la camioneta del recién liberado conserje y marcharon rumbo al desierto catamarqueño, pero llamativamente Martín detuvo el andar a medio camino; en la localidad de Chacras de Coria, al norte de Mendoza. A lo lejos, en medio de un frondoso paraíso verde, un edificio de dos cuerpos bloqueaba la vista de los visitantes. Lautaro estaba desorientado, sin querer interrumpir la nerviosa calma que se había apoderado de Martín. Luego de unos minutos ambos bajaron del auto y comenzaron a caminar rumbo a aquel palacio tan descomunal como enigmático. ¿Qué hacía ese palacete allí, en medio de la naturaleza, alejado del mundo? Y lo que es más llamativo ¿Por qué Martín se detuvo y se dirigía hacia él?

Llegaron hasta cierto punto; lo bastante cerca como para divisar a unos chicos recreándose entre los pastizales, ante la atenta mirada de dos o tres celadores que custodiaban el bienestar de aquellas jóvenes.

―¿Qué hacemos acá? ― preguntó Lautaro, agazapado detrás de un árbol tan finito que no llegaba a ocultarlo por completo.

―¿Ves a esa niña de allá? La de remera rosa con sombrero ―dijo sin dejar de mirarla.

―Está algo lejos pero sí. La veo ¿Qué pasa con ella? ―dijo haciéndose visera con la mano para divisar mejor a la joven rubia que se confundía con el sol que penetraba la lejana cordillera.

―Es mi hija ―dijo como pudo; con un evidente nudo en la garganta que le prohibía hilvanar las frases con claridad.

―¿Qué? ―gritó Lautaro frunciendo el ceño ―¿Cómo nunca me dijiste nada?

―¿Y por qué iba a decírtelo? ―preguntó Martín confundido, soltando una sonrisa irónica

―Porque somos un equipo ―dijo Lautaro abriendo los brazos

―No somos un equipo; y no preguntes nada o voy a tener que matarte ―dijo Martín avanzando hacia la niña, haciendo caso omiso a los carteles de "prohibido pasar"

―Ahora que la veo mejor es preciosa ―dijo Lautaro caminando detrás de Martín― no es que tú seas fulero pero habrá salido a la madre.

―Ya lo creo ―dijo sin dejar de avanzar.

―¿Y ella dónde está? ―preguntaba Lautaro provocando un refunfuño constante en Martín.

Se pararon a menos de 40 metros de los chicos. Increíblemente todavía su presencia no había sido captada ni por los jóvenes ni por las cuidadoras. Solo se quedaban allí, mirando a la rubia de sombrero que se movía sin parar, emulando a un avión o algo por el estilo.

―Al menos puedo saber qué es este lugar ―preguntó Lautaro abriendo sus brazos con resignación.

―Una escuela ―respondió Martin sin más detalles.

―¿Está un poco alejada o no?

―Es para niños especiales ―dijo en el momento en que una de las celadores se percató de su presencia y se acercaba tranquila hacia él, mientras otra se adentraba en el edificio como yendo a buscar a alguien―. Quédate acá ―le dijo Martín a su colega mientras se apuraba al encuentro de la señora Aldana.

―Señor Robledo, ¡qué sorpresa verlo! No sabíamos que vendría por acá. Todavía faltan unas semanas para que pueda retirarla ―dijo la señora después de darle dos besos, uno en cada mejilla.

―Lo sé, lo siento. Solo pasábamos por aquí, por cuestiones laborales. y sentí una profunda necesidad de verla ―dijo cuando la otra celadora se acercaba hacia él en compañía de un señor trajeado y peinado con raya al costado; bien a la antigua.

―El señor Robledo solo pasaba por aquí y quiso pasar a saludar ―le dijo Aldana a sus colegas que saludaban amistosamente a Martín

―Su hija es altamente extraordinaria señor Robledo; ya que está aquí quisiera discutir unos asuntos con usted en privado ―dijo el hombre de excelente dicción invitándolo a ingresar al edificio.

En tanto la joven del sombrero, hace rato había dejado de jugar esperando que su padre la envolviera en un abrazo eterno. Debía esperar. Martín sabía que había infligido las normas estrictas de la institución al adentrarse, y por eso decidió ingresar a escuchar lo que tenían para decirle antes de entablar contacto con su hija.

―En diciembre se llevará a cabo en París un encuentro musical que reúne a los pianistas más importantes de la tierra ―dijo Felipe Albarracín, director de la escuela San Agustín para niños genios; única en Argentina― y nos encantaría que Daina concurriera ―dijo acomodándose sobre el asiento de la serpiente, un sillón amarronado, único en su clase.



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En el texto hay: misterio, romance, accion

Editado: 28.07.2018

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