Estaba claro que el círculo negro podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía, sin embargo, sus miembros no eran los únicos que tenían mucho que perder con toda esta andanada de allanamientos y denuncias cruzadas, desatada en las últimas semanas, salpicando, a su paso, a una cantidad nada despreciable de personas que no estaban dispuestas a trastocar el statu quo. Uno de ellos, tal vez quien más tenía para perder, era el juez de la Corte Suprema de Justicia, Guillermo Méndez Rey.
Temido y respetado por igual, una eminencia incuestionable en materia de leyes era no solo el asesor legal de los alicaídos criminales, era también, el encargado de garantizar la impunidad. Ya sea mediante la coima, la extorsión, la amenaza y/o directamente la coacción física y/o psicológica de sus colegas de Derecho.
Méndez Rey, además, era socio activo en muchos de los grandes negocios ilegales que funcionaban en el país. Su participación no consistía, solamente, en manejar causas ingratas a cambio de un suculento cheque al finalizar el día. Su ambición y su codicia lo habían impulsado más allá de sus dominios, ubicándose no solo en el bando de los enemigos; sino también y aún más grave, él mismo se había convertido en el enemigo.
No podía dejarlo pasar. No podía no involucrarse. Ya no le importaban sus socios escondidos en las tinieblas; era su propio prestigio, su libertad, su vida la que estaba en juego. Indefectiblemente las investigaciones iban a alcanzarlo tarde a temprano. Más temprano que tarde. Y es por eso que, furioso por la desgracia que significaba que la causa de los prostíbulos recayera en el único juez que no le debía nada, irrumpió en su oficina para aconsejarle –por no decir ordenarle- que se declarara incompetente y abandonara de una buena vez su investigación.
―Es de buena educación golpear la puerta antes de entrar ―dijo el joven juez Castelli bebiendo su acostumbrada infusión. Era uno de los pocos gustos que se daba y era innegociable.
―Te estaba buscando ―dijo Méndez Rey sentándose sin invitación y ojeando unas carpetas que yacían olvidadas en el escritorio.
―Parece que me encontraste ―respondió sonriendo sin soltar su tasa de té.
―Te lo voy a preguntar sin tapujos y espero que me respondas del mismo modo; sin rodeos ni explicaciones vanas ¿Qué esperas obtener con todo esto?
―¿La verdad? ―preguntó poniéndose serio―, sinceramente espero que mis papilas gustativas se deleiten o aprendan a regocijarse con la fina textura de esta infusión británica milenaria...
Un manotazo que ofició de escoba, barriendo con todo lo que se hallaba sobre el escritorio, cortó la inspiración irónica y filosófica de Castelli que contemplaba, absorto, al juez más poderoso de la Nación perder la compostura.
―Te dije que sin rodeos y sin juegos ―dijo poniendo su índice en medio de los ojos del joven magistrado.
―Infiero entonces que no se refería a mi merienda; sino al caso de su amigo Sasha Garín...
―Sasha Garín no es mi amigo, ni siquiera lo conozco ―interrumpió instantáneamente tomando a su colega del cuello.
―Para no ser su amigo se lo toma bastante personal ―dijo Castelli empujándolo contra el escritorio, ahora, vacío.
―Tienes futuro en la justicia. Eres el hombre más joven en alcanzar un puesto como el que ostentas; no lo tires a la basura por meter la nariz donde no debes ―dijo Méndez Rey acomodando su corbata y peinando su canoso cabello.
―El país reclama justicia y eso es lo que intento hacer; y créame cuando le digo que estaré muy reconfortado de ver a todos sus socios en el banquillo de los acusados ―dijo sonriendo, arreglando el cuello de su camisa blanca.
Mendez Rey río. No dejaba de carcajear pese a la férrea decisión de Castelli de avanzar a fondo contra todos los implicados. ¿Qué cosas pasarían por la mente de ese viejo loco que cambió nerviosismo y temor por una exagerada hilaridad?
―Si ya terminaste tu visita puedes irte ―dijo Castelli invitándolo a retirarte.
― ¿Te crees muy vivo verdad? Hubo cientos como tú en el pasado y hoy miran crecer las rosas desde la perspectiva de las raíces...
―¿Tengo que asustarme?
―Si no lo haces tú, tal vez la fiscal lo haga... escuché que tiene hijos la Licenciada Leguizamón. Además cuentan que es muy ardiente en cosas del amor ―amenazaba abiertamente.
―¡Aguarda! ―gritó Juan Bautista haciendo que Méndez Rey volteara antes de jalar el picaporte ― Hazme el favor de encender el ventilador ―dijo ante la mirada perpleja del viejo juez―, necesito quitar de mi oficina el miedo que trajiste contigo.
No hubo más palabras. El amedrentamiento verbal no causó el efecto deseado ni acostumbrado. Castelli seguiría adelante, hasta las últimas consecuencias y, el juez de la Corte Suprema debía ir un paso más allá, exceder los límites y pasar a la acción directa o bien, contemplar en calma la inminente caída de sus nefastos amigos resignándose, también, a ser un simple mortal en el banquillo de los acusados. Como Méndez Rey, una larga lista de gente poderosa, entre ellos empresarios y políticos en todos los escalafones; seguían con gran interés y desazón el lento pero firme accionar de la justicia que culminaría irremediablemente en el ocaso de sus carreras y, en algunos casos, revistiendo de barrotes ennegrecidos u oxidados el frente de su morada eterna.
Editado: 28.07.2018