Cautivos del destino

Capítulo 2

Elena nunca había imaginado que su vida daría un giro tan grande, ni que lo haría en una casa que no era la suya. Se encontraba en el umbral de la entrada de la mansión familiar de los Duarte, con el sonido amortiguado de los cristales en la entrada resonando bajo sus pies. La casa, grande y elegante, emanaba un aire de riqueza y poder que siempre había estado presente en los Duarte, pero ahora algo en el ambiente la hacía sentir más pesada. La casa parecía vacía, a pesar de la presencia de su madre cuidando a Julián.

Andrés había insistido en que no era necesario que Elena lo acompañara, que él se encargaría de todo, pero Elena sintió que no podía dejar que su prometido fuera solo. Quizás había algo en la manera en que Andrés había hablado de su hermano que le hizo pensar que todo no era tan sencillo como lo mostraba. Lo que comenzó como un gesto de preocupación hacia Julián, de alguna manera, se transformó en algo más.

Cuando Andrés le explicó que su hermano había sufrido el accidente hacía un par de semanas, y que su pronóstico de recuperación era casi nulo, Elena sintió una mezcla de lástima y curiosidad. No conocía a Julián tanto como para entender el peso que su presencia en la vida de su familia podía tener, pero sí sabía que había algo detrás de todo eso que no se había dicho, algo oculto en los gestos de Andrés cuando mencionaba su hermano.

Elena tocó la puerta del salón con suavidad, y fue recibida por la madre de Julián, quien, a pesar de ser una mujer mayor, mantenía la misma elegancia y porte que su hijo. Con una sonrisa cálida, la señora Duarte la invitó a entrar sin una palabra más. Parecía una mujer amable, pero Elena percibió una tensión en su voz, como si su mente estuviera ocupada en otro lugar.

El salón estaba oscuro, como si fuera un refugio para alguien que se sentía derrotado. Las cortinas pesadas filtraban solo una cantidad mínima de luz, pero eso no era lo más extraño. Lo que llamó la atención de Elena fue el aire de opresión que colgaba sobre el lugar. El hombre que estaba en la silla de ruedas frente a ella, rodeado por cojines y una manta, parecía un prisionero de su propia vida.

Julián. Ahí estaba, en todo su sarcasmo y desdén, pero ahora completamente vulnerable. No era el hombre audaz y seguro de sí mismo que ella había conocido en reuniones familiares, sino una sombra de él mismo. Sin embargo, algo seguía siendo igual: su mirada. Esa mirada afilada, mordaz, que la observaba como si leyera cada uno de sus pensamientos. Como si ella fuera un rompecabezas por resolver.

—Vaya, si no es la prometida de mi hermano —dijo Julián con una voz que denotaba cierto desdén. Sus ojos brillaron con una mezcla de ironía y curiosidad al mirarla—. ¿Vienes a hacerle un favor al hombre que casi arruina tu vida? ¿O es que, tal vez, por fin decidiste que te compadeces de mí?

Elena parpadeó, sorprendida por la franqueza de su tono. Intentó sonreír, pero no sabía qué responder. Nunca había hablado demasiado con Julián, sólo lo había visto en contadas ocasiones cuando su familia se reunía, pero nunca lo había considerado más que una figura distante y ajena. Ahora, sin embargo, sus palabras la atravesaban como una flecha.

—No... —comenzó, vacilante, pero en lugar de ceder ante su actitud, respiró hondo y levantó la cabeza—. No vengo por lástima. Vengo porque, a pesar de lo que pienses de mí, creo que esto es lo que hay que hacer. Y no, no soy tan tonta como para pensar que la última vez que te vi estaba rodeado de cariño y sonrisas. Entiendo que estés molesto, pero no soy el blanco de tu frustración.

Julián la observó durante un largo segundo, sorprendido por su respuesta. Había esperado que ella, como muchas otras, se sintiera culpable, se disculpara o, peor aún, aceptara la falsa bondad de su gesto. Pero no, Elena no era así. Él no era tan fácil de intimidar.

—No te preocupes, querida —respondió, mientras una ligera sonrisa sarcástica se formaba en sus labios—. Ya veo que no tienes miedo de hablarme. Es un cambio refrescante. Claro, después de todo, no es como si estuvieras aquí por tu propio deseo, ¿verdad? Lo que pasa es que, si eres capaz de mirarme sin darme lástima, debe ser porque lo haces por él. El buen hermano, el príncipe encantado.

Elena frunció el ceño. Lo que dijo la dejó sin palabras por un momento, pero no se dejaría arrastrar por el sarcasmo. No permitiría que alguien, sin importar cuán herido estuviera, la desbordara de esa manera. Se acercó a él y lo miró fijamente, sin titubear.

—No me hagas la víctima, Julián —dijo con firmeza—. Sé que las cosas no han sido fáciles para ti, y me parece que lo que necesitas no es una lástima. Necesitas que alguien te trate como un adulto, como un ser humano, y no como un capricho de la vida. Yo estoy aquí porque mi futuro esposo me pidió que viniera. Si te molesta, es problema tuyo, pero no voy a quedarme callada ni dejar que me hables como si no tuviera voz.

Julián la miró como si nunca la hubiera visto realmente, observando cada detalle de su postura, su expresión. Parecía escudriñarla, analizando sus palabras. En algún lugar profundo de su mente, la respuesta que había obtenido le causó una sensación desconocida. Nadie le había hablado así antes.

—Tienes más agallas de lo que pensaba —dijo en un tono más suave, pero aún mordaz—. No te preocupes, no te voy a pedir que me hagas un favor, ni que te quedes aquí a verme languidecer. Haz lo que tengas que hacer, y vete cuando lo consideres. No soy tu responsabilidad.

Elena no respondió inmediatamente. Al contrario, su mirada se suavizó, como si pudiera ver más allá de la fachada que Julián intentaba construir. Tal vez, detrás de esa ironía y ese veneno, había alguien con miedos y heridas más profundas de lo que él quería admitir. Ella lo entendía, pero eso no significaba que fuera a ceder ante él.

—No soy una de esas personas que te va a huir por miedo a lo que eres ahora —respondió, su voz más tranquila, pero igualmente firme—. No me dejes ser parte de tu rabia, Julián. Yo no soy tu enemigo.




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