Elena caminaba por el largo pasillo de la casa, con el sonido de sus tacones resonando suavemente contra el suelo de mármol. Andrés, caminando unos pasos delante de ella, parecía sumido en sus propios pensamientos. Aquella casa, aunque lujosa y elegante, se sentía fría. Algo en el aire, en el modo en que Andrés se movía, le daba la sensación de que esa mansión era un lugar de máscaras, donde las sonrisas se mantenían solo para la vista. Mientras la mujer y el hombre se acercaban a la puerta de salida, la madre de Andrés apareció en la entrada del salón.
—Elena, Andrés, esperen un momento —dijo la madre, su voz cargada de preocupación—. Andrés, ¿sería mucho pedirte que te quedaras un rato más con Julián? Yo tengo que salir por un asunto urgente y no quiero dejarlo solo tanto tiempo... necesita compañía.
Andrés, visiblemente incómodo por la sugerencia, frunció el ceño, sin un ápice de duda en su tono.
—No puedo, mamá. Tengo demasiado trabajo que hacer —respondió, su mirada fija en el suelo mientras ajustaba la corbata—. De todos modos, él está bien, ¿no? Ya lo cuidaste mucho. No es necesario que me quede.
Elena observó a Andrés, su actitud distante y cortante, y sin pensarlo, se adelantó un paso hacia la señora Duarte.
—Yo puedo quedarme, si lo necesita —ofreció, con un tono amable pero firme. Sabía que Andrés no quería quedarse, y algo en su interior le pedía que no lo dejara solo. Aunque no lo reconociera por completo, sentía que debía hacerlo.
Andrés la miró, sorprendido por la rapidez con que Elena había hablado, pero no dijo nada. La madre de Julián, agradecida, asintió con una sonrisa, pero Elena pudo ver un atisbo de incomodidad en su rostro. Parecía que, a pesar de la cordialidad, no todo era tan sencillo.
—Gracias, Elena. Sé que esto no es lo que tenías planeado —dijo la señora Duarte—. Julián estará más tranquilo con alguien en casa. Si necesitas algo, no dudes en llamarme.
Elena asintió, pero mientras la madre de Andrés se marchaba, ella no pudo evitar sentir una presión en el pecho. Su mirada pasó nuevamente a Andrés, quien parecía evitar su vista. Él no dijo nada más. Solo se dio la vuelta y salió de la casa, sin hacer más comentarios.
Elena respiró hondo y se dirigió hacia la sala donde estaba Julián. Allí lo encontró, reclinado en su silla de ruedas, mirando por la ventana con un aire de profunda concentración. No dijo nada, pero al verla entrar, se giró lentamente hacia ella, su expresión siempre tan distante, pero en sus ojos había algo más. Quizás desconcierto, o quizá molestia.
—Vaya... ¿otra cuidadora? —murmuró Julián, su voz llena de sarcasmo. El tono de su comentario no pasó desapercibido para Elena, y en un instante se dio cuenta de que no le agradaba que alguien más se ofreciera a ayudarlo. Un desafío en su mirada le decía que no iba a hacerle las cosas fáciles.
—No soy tu cuidadora, Julián —dijo Elena, con una calma que sorprendió incluso a ella misma—. Estoy aquí porque quiero estar aquí, no porque Andrés me haya pedido que lo haga. Si no te molesta, me gustaría que pudiéramos hablar un rato. Quizás podamos encontrar algo de qué hablar sin que sea por obligación.
Julián la miró por un largo momento, y luego, de manera casi despectiva, giró su cabeza hacia el lado opuesto. Elena no se dejó intimidar. Ya había tenido que enfrentar situaciones mucho más complejas que esta, y no iba a ser la actitud de un hombre herido la que la hiciera retroceder.
—No tienes que hacerlo por mí, ¿sabes? No me gustan los favores por caridad —dijo él, con una risa sarcástica.
—No lo hago por caridad —respondió Elena, acercándose con más confianza. Se sentó frente a él, en la silla de al lado, mirándolo a los ojos—. Yo también tengo mis motivos. Y no me molesta, Julián. Así que si no te importa, me quedaré un rato.
Julián la observó, con una mezcla de incomodidad y desconcierto. En ese momento, Elena lo notó. Él no quería aceptarlo, pero la verdad era que se sentía vulnerable. Y ella no podía evitar simpatizar con eso. No por lástima, sino porque veía en él a un hombre que había perdido más que su capacidad de moverse. Había perdido algo dentro, algo mucho más profundo.
En ese instante, Elena comenzó a sentir un curioso deseo de ayudarlo. No por Andrés. No por su compromiso. Sino por él. Una sensación inesperada, pero real, de querer hacerlo por el simple hecho de que lo necesitaba.
—Mira, Julián, si prefieres que me quede en silencio, lo haré —dijo Elena, suavizando su tono—. Solo quiero que sepas que si en algún momento necesitas algo, estaré aquí. Y no porque me lo haya pedido tu hermano, sino porque quiero ayudarte.
Julián la observó por un largo momento, como si evaluara cada palabra que ella decía. Y finalmente, algo en él se suavizó, aunque no lo admitiera en voz alta.
—No me hagas sentir como un maldito inútil, ¿entendido? —dijo él, con una mirada desafiante.
Elena asintió, pero en su rostro se dibujó una pequeña sonrisa. Sabía que, a pesar de sus palabras, Julián empezaba a ver que no todo en su vida era tan claro como él pensaba.
Elena pasó los siguientes minutos ayudándole con el iPad, mostrándole cómo podía manejar algunas aplicaciones y cómo seguir gestionando el negocio desde su posición. Aunque Julián parecía más interesado en evitarla que en escucharla, Elena continuó sin rendirse. No le importaba que él fuera reacio a su ayuda. Lo que le importaba era que él viera que no tenía que seguir aislado, no si no lo deseaba.
A medida que avanzaba la tarde, y mientras Julián se concentraba en sus cosas, Elena comenzó a relajarse. Ya no sentía la necesidad de justificar su presencia, porque lo que estaba haciendo no era por obligación. La actitud de Julián seguía siendo desafiante, pero Elena intuía que, de alguna manera, él comenzaba a ver la diferencia entre la compasión forzada y la genuina.
La tarde terminó sin grandes revelaciones, pero para Elena, había algo en el aire que le decía que este momento significaba más de lo que pensaba. Estaba empezando a entender a Julián, a ver más allá de su fachada de sarcasmo y amargura. Y en ese instante, algo en su interior comenzaba a cambiar también.
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Editado: 25.04.2025