Cautivos del destino

Capítulo 4

La mañana siguiente fue gris. El cielo parecía teñido de ceniza, como si el clima mismo intentara advertirle algo a Elena. Desde la ventana de su cocina, con una taza de café caliente entre las manos, pensaba en Julián más de lo que quería admitir.

Había algo en él que le resultaba incómodo, pero no en el mal sentido. Le provocaba un cosquilleo sutil en el estómago, una mezcla de incomodidad y atracción, de desafío y curiosidad. No entendía qué era exactamente, pero tampoco podía ignorarlo.

Andrés apareció detrás de ella, arreglándose los gemelos. Tenía el rostro tenso, concentrado en su reflejo en la ventana, como si no hubiera espacio para nada más.

—¿A qué hora regresas hoy? —preguntó Elena, intentando sonar casual.

—Tarde —respondió él, sin mirarla—. Tengo reunión con inversores. Puede que me quede a cenar con ellos.

—¿Quieres que le lleve algo a Julián? —preguntó ella, dejando la taza sobre la encimera.

Él hizo una pausa, girando apenas la cabeza.

—No hace falta. Mi madre estará con él.

—¿Seguro? Ayer no parecía que te molestara tanto que yo lo cuidara —dijo ella, algo molesta por su indiferencia.

Andrés giró lentamente, clavando los ojos en ella.

—No quiero que pierdas tu tiempo con eso, Elena. No eres enfermera, ni su salvadora. Y él sabe manipular.

—¿Perdón?

—Sabes a qué me refiero.

Pero Elena no lo sabía. O no quería saberlo. En ese momento entendió que Andrés no quería que ella tuviera ningún tipo de relación con su hermano. No por celos. Por algo más... más oscuro.

Una hora más tarde, Elena golpeaba la puerta de la casa familiar. Esta vez fue la madre de Julián quien la recibió con una sonrisa aliviada.

—¡Ay, menos mal que viniste! Me llamaron del hospital, mi tía tuvo una caída y tengo que ir urgente. Julián está algo irritable hoy. No ha querido desayunar ni hablar con nadie —explicó mientras tomaba su bolso.

—No te preocupes, yo lo cuido —respondió Elena con una calidez que incluso sorprendió a la mujer.

—Gracias, querida. Eres un sol. Deberías darle un par de lecciones de empatía a Andrés —murmuró mientras salía, casi sin darse cuenta de lo que acababa de decir.

Elena respiró hondo antes de entrar a la habitación. Julián estaba en el sillón, con el torso inclinado hacia adelante y los codos apoyados sobre sus piernas inmóviles. Sostenía el iPad con una mano, mientras con la otra escribía torpemente sobre la pantalla.

—Si viniste a predicar sobre las maravillas de levantarse temprano, llegaste tarde —dijo sin levantar la mirada.

—Tranquilo. Solo vine a hacer de niñera desinteresada —respondió ella sin perder el ritmo.

Él giró el rostro hacia ella, levantando una ceja.

—¿Desinteresada? ¿Estás segura?

—Completamente. No vine a redimir culpas ajenas —cruzó los brazos.

Julián bajó el iPad y la observó con detenimiento. Su mirada tenía esa cualidad afilada, como si pudiera desarmar a alguien con solo elegir bien las palabras.

—¿Y qué culpa tendrías tú?

—Ninguna. Pero parece que me atribuyes el hecho de existir como una especie de provocación personal.

—No. Eso sería darle demasiada importancia a tu existencia —respondió él con una media sonrisa irónica.

—Perfecto. Entonces déjame ayudarte sin que se te derrita el orgullo —dijo, y sin esperar respuesta, se sentó a su lado, sacando su propio celular.

Durante unos minutos, solo se escuchaba el sonido de los dedos sobre las pantallas. Julián no podía evitar espiarla de reojo. Elena tenía una expresión concentrada y serena. Sin maquillaje, con el cabello recogido en una trenza floja y un suéter demasiado grande, parecía más real. Más palpable.

—¿Siempre fuiste así? —preguntó él de pronto.

—¿Así cómo?

—Tan... jodidamente determinada.

—Solo cuando alguien trata de tratarme como si fuera un adorno —respondió sin mirarlo.

La respuesta lo hizo sonreír. Por primera vez en mucho tiempo, esa sonrisa fue genuina.

—¿Andrés sabe lo que tiene?

—¿Tú sabías lo que tenías antes de perderlo? —respondió ella, sin levantar la vista del iPad.

La frase lo dejó helado. No por lo que decía, sino por lo que no decía. Julián no respondió. Solo la miró. Con algo parecido al respeto.

Más tarde, cuando Elena estaba por irse, se acercó a él para dejarle una botella de agua y una pastilla que su madre le había pedido que le diera.

—¿Vas a seguir tratándome como si estuviera invadiendo tu vida? —preguntó con suavidad.

Julián la observó en silencio.

—¿Vas a seguir viniendo?

—Puede ser.

—Entonces no. No te voy a tratar así.

—Bien —sonrió ella.

—Pero no prometo ser simpático.

—Mejor. Me aburriría si lo fueras.

Esa frase quedó flotando en el aire mientras ella se alejaba por el pasillo. Julián la siguió con la mirada, y por primera vez en semanas, su mente no estaba en el accidente, ni en la silla de ruedas, ni en las sospechas que lo carcomían desde adentro.

Estaba en ella.




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