Cautivos del destino

Capítulo 5

La lluvia comenzó a caer pasadas las cuatro, golpeando las ventanas con un ritmo hipnótico. El sonido llenaba la casa como una canción triste que nadie pidió, pero que todos aceptaban en silencio. Julián estaba en la sala, otra vez en el sofá, con una manta a medio cuerpo y el iPad apoyado sobre las piernas. Intentaba escribir un informe para el bufete, pero su mente volvía, obstinada, al rostro de Elena.

Había algo distinto en ella, algo que le carcomía la concentración. No era solo su presencia constante o su forma de desafiarlo sin miedo. Era lo que despertaba en él: una sensación de incomodidad que bordeaba la necesidad.

La puerta se abrió sin previo aviso. Elena entró, empapada hasta la cintura. Llevaba una bolsa de papel bajo el brazo y el cabello pegado a la cara. Se detuvo frente a él, sin molestarse en sacudirse el agua.

—Te traje sopa —dijo—. Caliente. De verdad. No de sobre.

Julián la miró con una mezcla de sorpresa e incredulidad.

—¿Cocinaste?

—No, la compré en la esquina. Pero la calenté yo, cuenta como gesto noble.

Dejó la bolsa sobre la mesa y fue directo a la cocina sin esperar respuesta. Julián escuchó el microondas, el sonido de cucharas, el murmullo de una canción tarareada apenas. Sintió algo parecido al confort, y eso lo irritó.

—No necesito que vengas todos los días —dijo, alzando la voz.

Desde la cocina, ella respondió sin pausas:

—No vengo por necesidad. Vengo porque quiero.

—¿Y Andrés?

—¿Qué tiene que ver?

—No sé… Tal vez le moleste que su novia esté cuidando a su hermano inválido.

El silencio se volvió denso por un instante. Luego, los pasos de Elena se acercaron. Ella apareció con un cuenco humeante y lo dejó sobre sus piernas con suavidad.

—Primero: no estás inválido. Estás en rehabilitación. Segundo: no soy propiedad de nadie. Tercero: Andrés no me dice qué hacer.

Julián bajó la mirada hacia la sopa. El vapor subía, cálido, envolvente. Olía a casa, a recuerdo. Sus dedos tocaron la cerámica caliente. Le temblaban, apenas.

—Gracias —murmuró.

—De nada —respondió Elena, y se sentó frente a él, cruzando las piernas sobre el sillón. Lo observaba con una mezcla de atención y ternura que a Julián le costaba soportar.

—¿Cómo estás en realidad? —preguntó ella, sin rodeos.

—¿Físicamente? Mejor. ¿Mentalmente? En guerra.

—¿Contra qué?

—Contra todo lo que no puedo decir —contestó él, bajando la voz.

Elena inclinó la cabeza.

—¿Y si hablaras? ¿Qué pasaría?

—No puedo. No todavía. No sé en quién confiar.

—¿Ni siquiera en mí?

Julián levantó los ojos. Por un momento, el tiempo pareció detenerse. La miró con más profundidad de la que pretendía mostrar.

—Estoy empezando a querer hacerlo —admitió.

La confesión flotó en el aire como un secreto a medias. Elena desvió la mirada, incómoda por primera vez.

—Hoy vi a tu madre. Me preguntó si tú... si tú habías mencionado algo sobre el accidente. Le dije que no.

—Ella también duda —dijo Julián—. Pero no lo dice. Solo lo muestra en pequeñas cosas. Como todos.

—¿Y qué crees que pasó?

Él apretó los labios. Luego, con voz baja:

—Creo que fue a propósito.

Elena palideció apenas.

—¿Por quién?

Julián no respondió de inmediato. Parecía debatirse entre el impulso y el miedo. Finalmente, murmuró:

—No lo sé. Aún.

Esa noche, Elena se quedó hasta tarde. Leyeron en silencio. Ella en su celular, él en su iPad. Compartieron un par de bromas, algunas miradas. Algo entre ellos estaba cambiando, construyéndose con gestos pequeños, silenciosos.

Cuando finalmente se levantó para irse, Julián dijo algo que no esperaba escuchar de sí mismo:

—Mañana... ¿puedes volver?

Elena sonrió. No dijo que sí, pero tampoco dijo que no. Caminó hacia la puerta con pasos lentos. Justo antes de salir, se volvió hacia él.

—Descansa, Julián.

—Dulces sueños, Elena.

Cuando la puerta se cerró, Julián se quedó en la oscuridad de la sala. El ruido de la lluvia seguía afuera, como un susurro constante. Miró el cuenco vacío y la manta sobre sus piernas. Por primera vez desde el accidente, no se sintió del todo solo.

Y eso, de algún modo, también le daba miedo.




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