La casa de los Duarte era una de esas construcciones que hablaban por sí solas. De muros gruesos y ventanales altos, conservaba un aire solemne que imponía silencio, como si incluso el crujido de las tablas fuera un secreto que no debía contarse en voz alta. El comedor principal, con su mesa de madera maciza y su vajilla impecable, ya estaba listo. La madre de Andrés y Julián —una mujer menuda pero de voz firme— supervisaba personalmente los últimos detalles.
Elena llegó del brazo de Andrés, radiante, con una sonrisa justa que no delataba el remolino de pensamientos que últimamente la acompañaban a todos lados. Él, impecable como siempre, hizo una reverencia exagerada al entrar en el comedor, logrando una risa de cortesía por parte de su madre.
—Ya casi parece uno de los nuestros, Elena —dijo la mujer, con esa dulzura cargada de juicio que solo una suegra podía ejecutar con tanta precisión.
—Estoy trabajando en ello —respondió Elena con elegancia, aunque su mirada se desvió inconscientemente hacia la silla de ruedas al final de la mesa.
Julián no se había molestado en vestirse para impresionar. Llevaba una camisa oscura sin abrochar del todo y el pelo ligeramente revuelto, como si acabara de discutir con su reflejo en el espejo. Sus ojos, sin embargo, no se perdían detalle. Al verlos entrar, clavó la vista en el plato vacío frente a él. Elena lo saludó con un gesto suave, sincero, pero él solo respondió con un asentimiento seco.
Durante los primeros minutos de la cena, reinó una paz casi forzada. La madre hacía preguntas banales, hablaban de la decoración del salón donde sería la boda, de las flores, del clima. Todo era demasiado civilizado.
Hasta que Andrés, con su tono usualmente encantador, dijo con sorna:
—¿Recuerdan cuando Julián se perdió en la finca de Mendoza? ¿Tenías qué, diez años? Te encontraron dormido en la bodega, abrazado a una botella vacía.
Las risas estallaron, incluyendo las de la madre y un pariente que nadie había invitado pero que siempre caía de improviso. Elena sonrió con educación, pero Julián no.
—Tenía doce. Y no estaba dormido, estaba inconsciente. Habías cerrado la puerta desde afuera. —Lo dijo sin mirar a nadie, mientras cortaba con dificultad un trozo de carne.
La mesa enmudeció por un segundo demasiado largo. Andrés se tensó, luego rió con falsa naturalidad.
—Vamos, eso no fue así.
—Claro. No lo fue —dijo Julián, alzando una ceja—. Como muchas otras cosas.
La madre carraspeó, intentando retomar la conversación hacia terrenos menos incómodos. Pero la grieta ya estaba hecha.
Elena notó cómo Julián, aún sin mirarlos directamente, observaba cada roce entre ella y Andrés. Cada palabra susurrada, cada pequeño gesto de cercanía. Y aunque no lo admitiera, había algo en su mandíbula tensa, en sus dedos apretando la servilleta, que revelaba más de lo que quería mostrar.
Más tarde, entre el segundo plato y el postre, la conversación derivó naturalmente hacia la boda. Fue entonces cuando Andrés, con un entusiasmo casi teatral, tomó la mano de Elena sobre la mesa.
—Ya falta tan poco… —dijo, acariciándola con el pulgar—. Me parece imposible que vaya a casarme con la mujer perfecta.
Julián levantó la mirada. No dijo nada, pero sus ojos se encontraron con los de Elena por una fracción de segundo. Ella sintió un tirón leve en el estómago. No fue incomodidad, ni temor. Fue… otra cosa. Algo indefinible. Como si acabara de decirse algo sin palabras.
La madre suspiró emocionada, tomando su copa.
—Brindemos por eso.
Chocaron las copas, pero Julián no alzó la suya. Simplemente la giraba sobre la mesa con parsimonia.
—Sí, brindemos —dijo finalmente, su voz baja pero clara—. Por las cosas que parecen perfectas. A veces son las que más duelen cuando se rompen.
Un silencio cayó sobre la mesa como una sombra. Andrés no respondió. Elena tampoco. Y esa vez, fue la madre la que decidió cambiar de tema con torpeza, como si intentara apagar un fuego con una servilleta mojada.
Cuando finalmente se despidieron, Julián no se movió de su lugar. Solo siguió a Elena con la mirada, sin despedirse, pero tampoco apartando los ojos. Y Elena… sintió que ese intercambio, tan breve, tan mudo, cargaba más significado que toda la velada.
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Editado: 26.07.2025