Desde que había vuelto a esa casa, Julián sentía que caminaba —figurativamente— sobre un campo minado. Aunque no pudiera usar sus piernas, su mente se mantenía más despierta que nunca. Había cosas que no encajaban. Grietas minúsculas en la historia que le contaron sobre su accidente. Miradas que se esquivaban. Silencios que decían más que las palabras. Y entre todo eso, Elena.
Sentado junto al ventanal de la biblioteca, con la tablet apoyada en el regazo y el sonido del viento golpeando los árboles afuera, Julián repasaba los archivos que había logrado extraer del correo antiguo de su empresa, el que creía que estaba inhabilitado. Nada demasiado revelador aún, pero sí lo suficiente para confirmar que hubo movimientos extraños con su seguro semanas antes del accidente. Eso solo no decía nada… pero tampoco era coincidencia.
Escuchó el sonido leve de una taza al posarse sobre la mesa de madera.
—Café —dijo la voz de Elena, firme y suave a la vez—. Sin azúcar, como te gusta.
Él no levantó la vista de la pantalla de inmediato. La dejó ahí, un segundo más. Tardó en responder porque la presencia de Elena últimamente lo desconcertaba. Estaba aprendiendo a leerla, a distinguir sus intenciones más allá de las palabras. Ya no era solo la prometida de Andrés. Era otra cosa. Más compleja. Más real.
—Gracias —murmuró, por fin, sin apartar la mirada—. Aunque no esperaba que mi enfermera personal también supiera mis gustos.
—No soy tu enfermera. Solo soy alguien que se preocupa por ti.
—¿Por mí o por quedar bien con tu prometido? —espetó, esta vez alzando la vista, directo, cortante.
Elena no se inmutó. Lo miró con calma, como quien se ha preparado para ese tipo de comentarios. Se sentó frente a él, cruzando las piernas con naturalidad.
—Andrés no sabe que vine hoy —dijo—. De hecho, me pidió que no lo hiciera.
Eso lo desconcertó. Dio vuelta la tablet, como si el gesto implicara un acto de rendición o de atención plena.
—¿Y por qué lo hiciste?
—Porque no me agrada que te dejen solo —respondió ella con simpleza—. Porque, a diferencia de él, yo sí veo la persona que está debajo de todo ese sarcasmo.
Julián la observó en silencio por unos segundos. Había algo inquietante en la forma en que lo miraba. No por seductora, sino por auténtica. Esa mujer lo desconcertaba.
—Podrías haber tenido una vida tranquila. No entiendo por qué decidiste estar con alguien como Andrés.
—Porque era el hombre perfecto —respondió ella, casi con amargura, como si hablara de un recuerdo lejano—. O eso creía.
Eso lo desarmó más que cualquier otra cosa. Elena no estaba ahí por compasión. No estaba actuando. Estaba dudando. Y Julián, a pesar del dolor, no pudo evitar sentir una punzada interna que se le antojó demasiado cercana a la esperanza.
Más tarde, durante la cena familiar, Julián volvió a su silencio habitual. No le costaba desaparecer en una habitación llena de gente, incluso sentado en el extremo largo de la mesa. Su madre hablaba de trivialidades con uno de los tíos, y Andrés intentaba acaparar la conversación como siempre. Lo hacía con esa sonrisa encantadora que engañaba a todos menos a él. Y quizá… ya tampoco a Elena.
—Estamos organizando todo para que sea en septiembre, ¿verdad? —dijo Andrés, con una sonrisa dirigida a todos—. Falta poco. Pero todo va a salir perfecto.
Elena asintió con una sonrisa mecánica. Julián la miró de reojo. Había algo forzado en su gesto, una rigidez imperceptible que solo él notó. Tal vez porque la observaba más de lo que debería.
—¿Y dónde va a ser la ceremonia? —preguntó una prima.
—En el jardín de la vieja casona de la familia —respondió Andrés—. Tiene ese encanto de cuento que a Elena le fascina.
—Más bien me lo sugeriste tú —respondió ella con cierta ironía que solo Julián pareció captar.
Andrés rio, tomándoselo como un chiste. Pero Julián sintió la tensión latente en ese cruce.
Le costó terminar el plato. Cada frase, cada gesto entre ellos, se le clavaba como una espina. No entendía bien qué le molestaba más: si ver a Elena con Andrés, o darse cuenta de que ella empezaba a no encajar en ese cuadro.
Cuando los postres llegaron a la mesa, Julián pidió permiso para retirarse. Andrés no se levantó para ayudarlo, ni preguntó si necesitaba algo. Fue Elena la que lo acompañó hasta el pasillo, en silencio.
—¿Te sientes bien? —preguntó ella, deteniéndose junto a él antes de que se alejara del comedor.
—Sí. Solo tengo náuseas —respondió, seco—. A veces me cuesta digerir tanta hipocresía junta.
Elena apretó los labios, conteniendo una risa. Pero luego lo miró, más seria.
—No juegues con fuego, Julián. No ahora.
—¿Y si ya estoy quemado?
Ella no respondió. Lo observó un momento más antes de girarse y volver al comedor. Julián la siguió con la mirada, sabiendo que ese juego era más peligroso de lo que aparentaba. Pero también sabía que no podía detenerse. No todavía.
Tenía que llegar al fondo de todo. Y, aunque no lo admitiera en voz alta, necesitaba a Elena para lograrlo.
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Editado: 21.05.2025