Cautivos del destino

Capítulo 8

Elena despertó con esa presión muda en el pecho que llevaba días acompañándola, como un murmullo persistente bajo su piel. Las cortinas claras de la habitación dejaban entrar una luz tibia y engañosa, como si todo fuera normal. Pero no lo era. No desde aquella noche en que escuchó a Andrés hablar por teléfono con ese tono que no le había conocido jamás.

No alcanzó a oír nombres. Solo fragmentos, frases que se le habían quedado pegadas en la memoria como manchas de humedad:

—...lo importante es que no sospeche...
—...si Julián abre la boca, estamos jodidos...
—...yo me encargo, como siempre...

Desde entonces, la inquietud se le había enredado en el estómago como una planta trepadora. No se lo mencionó a nadie. ¿Cómo hacerlo? Andrés era su prometido. El hombre con el que iba a casarse en menos de un mes. La familia estaba involucrada en todos los preparativos: la iglesia, las invitaciones, las flores. Todo en marcha, como si su vida ya estuviera escrita en piedra.

Pero ella no podía dejarlo pasar. No después de lo que había visto en Julián.

Porque eso era lo que la perseguía: Julián. La forma en la que hablaba, incluso cuando era hiriente. La tristeza muda tras sus ironías. La manera en que había aceptado su ayuda en silencio y luego, poco a poco, comenzado a verla. Como si alguien por fin lo mirara de verdad.

Esa mañana, Elena llegó a la oficina antes que nadie. No por trabajo. Revisó los correos por protocolo, hizo un par de llamadas, luego se encerró en una de las salas de reunión y abrió su portátil. Tenía que encontrar algo. Lo que fuera. Un dato, un archivo, un registro. Andrés y Julián trabajaban en esa empresa desde hacía años. Seguramente habría algo. Un seguro médico que no coincidiera. Un movimiento bancario extraño. Lo que fuera.

Durante más de una hora navegó por carpetas compartidas, historiales de gastos, archivos viejos de recursos humanos. Todo parecía impecable. Andrés era ordenado, demasiado ordenado. Pero cuanto más pulcro se veía todo, más se le despertaba la desconfianza.

En un momento creyó haber encontrado algo. Un archivo titulado “REVISIÓN 2019 - RECLAMOS ACCIDENTE”. El corazón le dio un vuelco, pero al abrirlo se dio cuenta de que no era más que un reclamo de otro empleado. Nada relacionado con Julián. Nada que pudiera usar.

Suspiró, frustrada. Estaba empezando a pensar que se estaba volviendo paranoica. Tal vez lo había malinterpretado todo. Tal vez el tono de Andrés era solo estrés. Tal vez... estaba equivocada.

Pero entonces recordó la mirada de Julián el día que ella defendió su decisión de quedarse a cuidarlo. No fue solo sorpresa. Fue algo más hondo. Como si él, por primera vez, se permitiera pensar que alguien estaba de su lado.

Y eso la impulsó a seguir.

Volvió a repasar el calendario de la empresa, los correos enviados por Andrés en las fechas cercanas al accidente de Julián. En todos parecía estar fuera de la ciudad por trabajo. Ninguna mención al incidente. Ni una palabra.

—¿Cómo puede alguien borrar tan bien sus huellas? —murmuró Elena, llevándose una mano al rostro.

Salió de la oficina sin haber encontrado nada útil, con una mezcla de frustración y ansiedad dándole vueltas en la cabeza. Al llegar a casa, Andrés estaba en el comedor, terminando de firmar unos papeles.

—Llegaste tarde —dijo sin mirarla—. ¿Mucho trabajo?

—Sí, algo así.

Él asintió. La tensión entre ambos se estaba volviendo cada vez más densa. Cada conversación parecía una obra de teatro donde ambos representaban papeles preestablecidos. No había caricias. No había preguntas reales. Solo frases cortas y silencios llenos de cosas no dichas.

—Tu madre llamó. Está preocupada por Julián.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Tú estás preocupado por él?

Andrés la miró por primera vez.

—¿Desde cuándo te importa tanto mi hermano?

La pregunta quedó flotando en el aire, cargada de reproche y sospecha. Elena no respondió. Fue al dormitorio, se quitó los zapatos, se sentó en el borde de la cama. Sabía que algo no encajaba. Y ahora sabía que Andrés lo notaba.

Esa noche cenaron en casa de la madre de Andrés. Una reunión familiar como tantas otras, aunque la tensión se podía cortar con un cuchillo. La madre de ambos, con la sonrisa siempre lista, intentaba mantener la armonía. Pero Julián, sentado en la cabecera, apenas hablaba. Observaba. Y Elena, como si sintiera su mirada, también callaba más de lo habitual.

—No saben lo feliz que me hace verlos así —dijo la madre levantando su copa—. La boda será preciosa. Ya falta tan poquito.

—Falta un mes —dijo Andrés, tomando la mano de Elena sobre la mesa.

Ella sonrió por compromiso, pero su cuerpo se tensó. Julián bajó la mirada hacia su plato, fingiendo desinterés. Pero por dentro, algo se le removió como una grieta. Elena lo notó.

—¿Estás bien, Julián? —preguntó con suavidad.

Él alzó la vista, con esa media sonrisa suya, a medio camino entre la burla y la resignación.

—Perfectamente. ¿Por qué no lo estaría? Es un lujo ver cómo todos se casan y uno se convierte en el adorno de la familia.

—No digas eso —intervino la madre.

—¿Por qué no? Es lo que soy. El hijo inválido que adorna las cenas con su silla de ruedas.

—Julián —advirtió Andrés, irritado.

Pero Julián lo ignoró. Sus ojos estaban clavados en Elena. Y en ese momento, sin necesidad de palabras, ella comprendió que él lo sabía. No tenía pruebas, pero lo sabía.

Andrés no era lo que parecía.

Y Julián lo estaba esperando. Con paciencia. Como quien observa a un enemigo cometer errores.

Elena apartó la mirada, pero su estómago se cerró. No podía confiar en nadie. Ni siquiera en ella misma.




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