Andrés se mira al espejo, en la quietud de su oficina, como si pudiera encontrar allí una versión de sí mismo que no odie. El reflejo le devuelve la mirada con una sonrisa educada, el mismo gesto que usa cada vez que necesita convencer al mundo de que es el hombre perfecto. El prometido ideal. El hermano bueno. El profesional exitoso.
Qué mentira tan bien construida.
Le tomó años de práctica perfeccionar ese personaje. El que se ofrece a ayudar, el que tiene siempre una palabra amable, el que todos consideran confiable. ¿Pero detrás? Detrás solo queda lo que ha aprendido a ocultar. Porque si algo ha entendido desde chico es que el mundo no recompensa a los que muestran las uñas, sino a los que saben cuándo guardarlas.
Y Julián nunca entendió eso.
Desde que eran chicos, Julián era una sombra molesta. Un rival sin sentido. Andrés siempre supo que debía ganarle, en todo. En simpatía, en logros, en afecto. Porque lo que nadie entendía —ni siquiera sus padres— era que Andrés no soportaba compartir. Ni la atención, ni el amor, ni la compasión.
Y ahora tampoco a Elena.
Aprieta los puños. La rabia le trepa por el pecho cada vez que la imagina entrando en esa casa, en la de él, de su hermano. Cada vez que se queda horas “cuidándolo”. Cada vez que se ríe de sus comentarios sarcásticos. Cada vez que parece olvidarse de que está comprometida.
Con él.
Elena siempre fue distinta. Fuerte, decidida. No una más. Por eso la eligió. No fue solo deseo o conveniencia. Fue necesidad. Tenerla era, de alguna forma, ganar. Completar su imagen de perfección con una mujer brillante a su lado. Pero últimamente... algo se está resquebrajando. Lo nota en su mirada esquiva, en sus silencios. En la manera en que ya no le cuenta lo que hace todo el día. En cómo frunce el ceño cuando él entra a la habitación.
Y peor aún: en cómo relaja los hombros cuando está con Julián.
Andrés sabe lo que eso significa. Lo ha visto antes. Y lo detesta. No puede permitirse perder el control. No puede permitirse perderla. Mucho menos a manos de su hermano. Otra vez.
Se apoya contra el escritorio, exhalando con fuerza. El informe que guarda en su cajón —aquel que pidió a escondidas, que le costó favores y dinero— sigue ahí, sellado. Información sensible. Lo suficiente como para desacreditar a cualquiera. Incluso a Julián. Incluso a ella, si hiciera falta.
No es que quiera usarlo. Pero necesita tener algo que lo respalde. Por si las cosas se salen de control. Por si la boda tambalea. Por si Elena decide empezar a hacer preguntas.
El teléfono vibra. Un mensaje de su madre: “¿Pudiste pasar a ver a Julián? Me preocupa que esté tan solo.”
Elena no está sola con él por accidente. No es solo buena voluntad. Andrés lo sabe. Ella lo eligió. Lo elige, cada vez que se queda una hora más. Cada vez que deja a Andrés en visto. Cada vez que se le nota la sonrisa cuando le habla.
El espejo frente a él ya no muestra la imagen impecable de antes. Ahora solo refleja a un hombre tenso, contenido, al borde. Un hombre que sabe que se le escapa el control. Y que hará lo que sea para recuperarlo.
Inclina la cabeza hacia un lado y ensaya una sonrisa. Esa que usará en la próxima cena familiar. Esa que no muestra los dientes, pero huele a amenaza.
Después de todo, los juegos de poder se ganan en silencio. Y Andrés lleva toda la vida perfeccionando el suyo.
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Editado: 26.07.2025