Cautivos del destino

Capítulo 11

Elena

La noche parecía más densa de lo habitual. Pesada. Como si el aire mismo cargara con algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. Julián había dejado la lámpara de pie encendida en la sala, con su luz cálida proyectando sombras suaves contra las paredes. Elena estaba sentada en uno de los sillones, con las piernas cruzadas, una manta sobre los muslos y una taza de té a medio enfriar entre las manos. Él, frente a ella, revisaba algunos papeles de trabajo, pero su mirada se perdía por momentos, como si algo lo sacara de foco.

No era raro que pasaran así las noches últimamente. Desde que ella comenzó a visitarlo con mayor frecuencia, excusándose en su salud, en el acompañamiento, en la ayuda. Mentiras nobles, si es que existía tal cosa. Lo cierto era que necesitaba estar allí. Ese apartamento, que antes le parecía oscuro y demasiado silencioso, se había convertido en su único espacio de calma.

—¿Quieres que ponga música? —preguntó él, rompiendo el silencio con voz grave.

Ella negó con la cabeza, lentamente.

—Me gusta el silencio —dijo, casi en un susurro, como si temiera romper algo invisible que los envolvía.

Julián asintió. Ella lo observó con detenimiento. Tenía el ceño ligeramente fruncido, como siempre que pensaba demasiado. Los dedos se movían distraídamente entre los papeles, pero no estaba leyendo. No de verdad. Había algo contenido en él. Algo que ardía bajo la superficie.

—¿En qué piensas? —preguntó Elena, con la voz más suave de lo que esperaba.

Julián levantó la vista. Sus ojos la encontraron, y durante unos segundos no dijo nada. Solo la miró. Y esa mirada lo dijo todo: lo que callaba, lo que sentía, lo que no se atrevía a poner en palabras.

—En muchas cosas —contestó por fin—. En cosas que no debería pensar.

—¿Y por qué no deberías?

—Porque hay límites —dijo él—. O al menos, eso me repito.

Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía exactamente a qué se refería. Y, en el fondo, deseaba que rompiera esos límites. Que lo dijera en voz alta. Pero también temía lo que eso significaría. Tenía un anillo en el dedo, una fecha marcada en el calendario. Todo el mundo esperaba que ella se casara con Andrés. Ella misma lo había querido. ¿No?

Pero lo cierto era que ya no sabía lo que quería.

—¿Sabes qué me dijo Andrés hoy? —preguntó, cambiando de tema de forma abrupta.

—¿Qué te dijo?

—Que iba a venir a visitarte. Que le preocupas.

Julián esbozó una sonrisa cargada de sarcasmo.

—Claro que sí —musitó—. Me ama con locura, como desde niños.

Elena sonrió con tristeza.

—¿Siempre fue así entre ustedes?

Julián la miró. Tardó en responder.

—Siempre. Pero nadie lo veía. Era... sutil. Eso es lo que se le da mejor.

Elena se removió en el asiento.

—¿Lo odias?

—No. —Se detuvo—. O sí. No lo sé. Creo que hay cosas que uno nunca procesa del todo.

Silencio. Otra vez.

Julián se inclinó hacia un costado de la mesa baja, tomó una botella de vino que ya estaba allí, al alcance de su mano, y un par de copas limpias que descansaban en una bandeja. Con movimientos tranquilos, casi ceremoniales, descorchó la botella y sirvió primero a Elena, luego a él mismo.

—Brindemos —dijo.

—¿Por qué?

—Por las cosas que no se dicen.

Ella alzó la copa, la chocó suavemente con la suya. Tomó un sorbo. El vino estaba fuerte, pero cálido. Como ese momento. Como Julián.

—Tú sabes, ¿no? —dijo él, de pronto.

—¿Qué cosa?

—Que no eres feliz.

La frase cayó como un peso muerto entre ellos. Elena lo miró, sin saber qué decir.

—Julián...

—No tienes que decirme nada —interrumpió él, tranquilo, sin enojo—. Solo quería que lo supieras. Que yo lo sé. Y que no me gusta verte así.

Hubo una pausa. El tipo de pausa que duele. Ella sintió un nudo en la garganta. Todo en ella gritaba por una respuesta. Por un consuelo. Por una salida.

—Estoy confundida —admitió finalmente.

—Lo sé.

—No sé lo que siento. No sé si quiero seguir adelante con esto. Con... todo.

—Tampoco tienes que saberlo hoy —dijo Julián, con una calidez inesperada—. Pero no te traiciones, Elena. No por nadie.

Ella lo miró. Largo. Profundo. Y por un instante, pensó en besarle la tristeza de los ojos. En decirle que lo sentía, que sí lo sabía, que sí sentía algo. Pero no lo hizo.

Andrés llegó sin avisar.

Tocó la puerta con los nudillos, dos golpes secos. Julián lo miró desde su lugar, con gesto de fastidio. Elena se puso de pie rápidamente, como si la hubieran sorprendido en algo.

—¿Lo esperabas? —preguntó Julián, sin ocultar el disgusto.

—No —dijo ella, y fue a abrir.

Andrés apareció impecable, como siempre. Sonrisa perfecta, ojos que escondían demasiado. Su mirada pasó de Elena a Julián en cuestión de segundos, midiendo el ambiente, leyendo los rastros de intimidad.

—¿Interrumpo? —preguntó con una sonrisa fingida.

—Un poco tarde para preguntar —respondió Julián, cortante.

Andrés entró sin esperar invitación. Se acercó a su hermano, lo saludó con un apretón de manos y una palmada en el hombro que parecía más una advertencia que un gesto afectuoso. Luego miró a Elena.

—¿Todo bien? —le dijo en tono suave—. Estás... distinta.

Ella asintió, incómoda.

—Sí. Un poco cansada.

Andrés no insistió. Se quedó allí un rato, hablando de banalidades, observando cada gesto, cada silencio. Parecía querer marcar territorio. Julián lo notó. Elena también.

Cuando finalmente se fue, el silencio volvió. Pero no era el mismo de antes.

—¿Por qué vino? —preguntó Elena, apenas la puerta se cerró.

—Para asegurarse de que no lo estás traicionando —respondió Julián sin rodeos—. Siempre fue bueno para detectar amenazas.

Elena no dijo nada. Pero el nudo en su estómago creció.

Más tarde esa noche, mientras Julián dormía en su habitación y ella se quedaba en el sofá, revisando documentos de su trabajo, encontró algo que no esperaba. Una carpeta olvidada, entre otras. Unos papeles con anotaciones de Julián. Notas cruzadas con fechas y nombres. Coincidencias. Movimientos de Andrés. Eran observaciones, pequeñas, pero significativas.




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