Cautivos del destino

Capítulo 12

El amanecer trajo una calma falsa. Una de esas mañanas que parecen prometer claridad, pero esconden nubes en el fondo. Elena se despertó temprano, aún con el cuerpo tenso por todo lo que había sentido la noche anterior. Había dormido en el sillón de la sala, con la manta sobre los hombros y los papeles en el suelo. Los documentos que había encontrado por casualidad seguían allí, como un recordatorio mudo de que ya no había marcha atrás.

No había sido una noche cualquiera. La confesión de Julián, los silencios compartidos, la irrupción de Andrés. Todo se había entrelazado como un nudo que ahora sentía en el pecho. Mientras se desperezaba, escuchó el sonido de agua corriendo desde el baño. Julián ya estaba despierto.

Se levantó con lentitud, dobló la manta con cuidado y la dejó sobre el respaldo del sillón. Miró hacia la mesa baja. Dudó unos segundos antes de tomar nuevamente la carpeta con las notas de Julián. Las repasó con más atención, tratando de entender qué tanto había descubierto él, cuánto había indagado por su cuenta. Eran detalles sueltos: extractos bancarios, fechas, movimientos de Andrés que no cuadraban con sus palabras. Nombres. Uno en particular se repetía: Sergio Bianchi. No sabía quién era, pero ahora tenía una pista más.

El sonido del agua se detuvo. Elena dejó los papeles donde estaban, con la esperanza de que Julián no notara que los había tocado. No quería que pensara que estaba invadiendo su intimidad. Aunque, en el fondo, él seguramente ya sabía que lo había hecho. Lo suyo era un juego tácito. Ambos buscaban respuestas, ambos se cuidaban de no decirlo.

Julián salió del baño vestido con ropa cómoda. Una sudadera oscura, el cabello aún húmedo. Al verla, esbozó una sonrisa cansada.

—Buenos días —saludó con voz grave.

—Buenos días —respondió ella.

—¿Dormiste bien?

Elena dudó un momento antes de asentir.

—¿Y tú?

—Como siempre —dijo, restándole importancia.

No lo comentó, pero la noche anterior le había costado más de lo habitual conciliar el sueño. Esa conversación, las emociones que se agolpaban sin permiso, el hecho de que Andrés hubiera llegado sin avisar... todo lo había revuelto por dentro. Pero no era momento de hablar de eso. Todavía no.

Elena fue a la cocina, puso agua para café y sacó unas tostadas. Lo hacía casi por instinto. Desde que se había vuelto una costumbre pasar las mañanas allí, ya conocía dónde estaba todo. No necesitaban hablar demasiado. La rutina los envolvía en una especie de tregua muda.

Mientras esperaban que el café estuviera listo, Julián la observó desde la puerta.

—Hoy tengo cita con el médico a las diez —dijo—. ¿Puedes venir conmigo?

—Claro. No pensaba irme temprano.

Él asintió, sin añadir nada más.

La cita transcurrió sin sobresaltos. El doctor lo examinó, hablaron de avances, de medicación, de rehabilitación. Elena permaneció todo el tiempo en silencio, observando con atención. Julián parecía más contenido de lo habitual, como si estuviera procesando algo que aún no estaba listo para compartir. Ella también.

Al salir, él le propuso almorzar. No tenían hambre, pero parecía una excusa suficiente para seguir evitando lo inevitable: volver a sus respectivos mundos. Eligieron un restaurante tranquilo, apartado, con mesas junto a grandes ventanales. El sol se filtraba cálido a esa hora del mediodía, aunque no conseguía disipar el frío que ambos llevaban dentro.

—¿Te acuerdas de ese verano que fuimos a la costa los tres juntos? —preguntó Julián, mientras jugaba con el borde de su servilleta.

Elena lo miró, sorprendida por la pregunta.

—Sí. Claro que me acuerdo. Éramos adolescentes. Tú habías armado una carpa improvisada y Andrés terminó cayéndose al agua con todo puesto.

Julián soltó una risa breve.

—Y fingió que lo había hecho a propósito.

—Como siempre.

—Siempre fue bueno fingiendo.

Elena desvió la mirada hacia la ventana. El comentario no era casual. Él lo había dicho con una intención clara.

—¿Por qué me lo preguntas?

Julián se encogió de hombros.

—A veces me pregunto en qué momento dejamos de ver a la gente tal como es. O en qué momento empezamos a fingir que no vemos.

Ella bajó la vista. Sentía el estómago cerrado. Quería decirle que ya no podía ignorar nada, que cada gesto de Andrés, cada contradicción, cada mentira, la acercaban a una verdad que no quería aceptar. Pero no sabía cómo ponerlo en palabras.

—Julián —empezó, titubeante—. Si supieras algo... algo importante. Algo que pudiera cambiar las cosas. ¿Lo dirías?

Él no respondió enseguida. Se tomó su tiempo para pensar.

—Depende —dijo por fin.

—¿De qué?

—De si la persona que lo necesita está lista para escucharlo.

Silencio. Otra vez. La misma tensión contenida de siempre. Miradas que decían más que cualquier conversación. Elena notó que sus dedos se habían deslizado cerca de los de él, sobre el mantel. No se tocaron, pero estuvieron a un milímetro. Y eso bastó para que todo su cuerpo se estremeciera.

Por la tarde, volvieron al departamento. El ambiente estaba cargado, más espeso que de costumbre. Julián se encerró un momento en su habitación, mientras Elena se quedaba en la sala, revisando su teléfono.

Un mensaje de Andrés apareció en la pantalla:

“¿Ya salieron del médico? ¿Vas a volver a casa o te quedas más?”

Elena dudó antes de responder.

“Aún estamos aquí. Luego te escribo.”

No hubo respuesta inmediata. Ella suspiró. Sabía que Andrés no confiaba. Que algo en su tono, en su forma de mirar, había cambiado. Y aunque intentaba convencerse de que era solo una impresión, cada vez lo sentía más cerca. Vigilante. Como un espectador oculto.

Más tarde, cuando Julián volvió a la sala, la encontró pensativa, con el teléfono en la mano.

—¿Andrés?

Ella asintió.

—Te está vigilando —dijo él, sin rodeos.




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