Cautivos del destino

Capítulo 15

Elena entró al restaurante como si el ambiente cálido y tenue del lugar pudiera aplacar el torbellino que se había desatado en su interior. Vestía un conjunto sobrio, elegante, pero sin pretensiones. El cabello recogido en un moño bajo dejaba ver la tensión en su rostro, los ojos marcados por la noche de insomnio que había dejado atrás. A pesar de todo, caminaba con firmeza, como si cada paso fuera una declaración de intenciones.

El maître la reconoció al instante y la condujo a la mesa más apartada, junto a una gran ventana desde donde se veía la ciudad apagada por la bruma del anochecer. Elena se sentó, cruzó las piernas, y observó su reflejo en el vidrio por unos segundos, como intentando reconocer a la mujer que le devolvía la mirada. No era la misma de hacía unos meses. Esa mujer había creído que la estabilidad estaba garantizada, que el amor era una certeza y que su vida ya estaba escrita. Ahora, cada día parecía un nuevo capítulo por descifrar.

Pidió un té, aunque no tenía sed. Sólo necesitaba algo entre sus manos, algo que le diera una excusa para sostenerse.

Andrés llegó quince minutos tarde, como solía hacerlo. Vestía impecable, pero no como un hombre que se arregla por respeto a una cita, sino como quien se viste cada día para la guerra. Su traje estaba planchado con precisión milimétrica, el reloj brillaba bajo la luz cálida del restaurante, y su sonrisa... esa sonrisa bien ensayada que Elena ya no podía leer como antes.

—Estás hermosa —dijo al acercarse, dejando un beso en su mejilla.

Ella no respondió. Se limitó a mirarlo con la calma de quien ha decidido escuchar antes de hablar. Andrés tomó asiento frente a ella, se acomodó con la seguridad de quien cree tener el control, y pidió un whisky sin hielo.

—Gracias por venir. Pensé que no aceptarías —añadió, con tono tranquilo.

—Tampoco sabía si lo haría —respondió ella, sin adornos.

El camarero trajo la bebida y el té. Luego se alejó, dejándolos en un silencio espeso, incómodo.

—¿Cómo has estado? —preguntó Andrés, como si no supiera que algo se había roto.

—Ocupada. ¿Y tú?

—Igual. El trabajo no da tregua —respondió, dando un sorbo lento a su vaso—. Aunque confieso que me he sentido algo... solo.

La palabra quedó suspendida en el aire. Elena no reaccionó de inmediato. Lo observó, buscando alguna grieta, algún resquicio de sinceridad.

—¿Solo porque yo no estaba o porque finalmente empezaste a sentirte solo de verdad?

Andrés apoyó el vaso con más fuerza de la necesaria. Pero mantuvo la compostura.

—Mira, Elena. Sé que estás distante. Lo noto desde hace semanas. Y sé que algo está cambiando entre nosotros. Pero también sé lo que tenemos. Lo que hemos construido. Y no quiero perderlo.

—¿Y qué es lo que crees que hemos construido, Andrés? —inquirió ella, con suavidad, pero sin ceder—. ¿Una imagen? ¿Una coreografía perfecta para el resto del mundo?

—No, claro que no. —Se inclinó hacia ella, bajando la voz—. Hemos compartido años. Hemos apostado el uno por el otro. No puedes negar eso.

—No lo niego. Pero últimamente me pregunto si apostamos por lo mismo.

Andrés guardó silencio unos segundos. Parecía genuinamente incómodo. No acostumbraba a estar en una posición vulnerable.

—Mírame, por favor. —Elena lo hizo—. Sé que no soy perfecto. He cometido errores. A veces me encierro en mí mismo, en mi forma de hacer las cosas. Pero te amo. Y quiero que estemos bien. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para recuperarte.

Elena sintió que una parte de ella se estremecía. No por las palabras en sí, sino por la forma en que su voz titubeó al final. ¿Era real? ¿Estaba diciendo la verdad o simplemente trataba de recuperar el control?

—No se trata de que me recuperes, Andrés. No soy un objeto perdido. Se trata de saber si todavía hay algo entre nosotros que valga la pena rescatar.

Andrés asintió, más serio.

—Dime qué necesitas. Lo que sea. Lo arreglo.

—Necesito tiempo —dijo ella, y él frunció el ceño al instante—. Necesito silencio para escucharme, porque ya no sé qué quiero. Y necesito que no insistas por un tiempo.

Él parecía querer decir algo más, pero se contuvo. Terminó su whisky de un trago, mirándola con una mezcla de decepción y algo más difícil de descifrar. Tal vez rabia. Tal vez miedo.

—Está bien —dijo finalmente, levantándose—. Pero no tardes demasiado. Algunas cosas no esperan.

Elena no respondió. Se quedó en la mesa unos minutos más, mirando cómo Andrés se alejaba entre las mesas, como una figura que se disuelve lentamente. Luego pidió la cuenta y salió al aire frío de la calle.

Esa noche, ya en casa, intentó relajarse. Se recostó sobre el sofá, con las luces bajas y un disco instrumental sonando de fondo. Cerró los ojos, dejando que los acordes suaves la envolvieran.

Pero no duró mucho.

El celular vibró sobre la mesa. Era un mensaje. Julián.

“¿Estás bien?”

Sólo eso. Pero fue suficiente para que algo dentro de ella se abriera. Había escuchado tantas palabras de Andrés esa noche, y sin embargo, ese mensaje escueto de Julián le pareció más sincero que todo lo anterior.

Escribió una respuesta breve:
“Sí. Gracias por preguntar. Fue una noche larga.”

Segundos después llegó otro:
“Estoy despierto. Si quieres hablar, aquí estoy.”

Elena miró la pantalla largo rato. Luego, sin pensarlo mucho, se levantó, se colocó una chaqueta liviana y salió en dirección al departamento de Julián. No quería hablar por mensajes. Quería verlo. Necesitaba esa presencia cálida que no la presionaba ni intentaba convencerla de nada.

Cuando Julián abrió la puerta, la miró sin decir palabra. Elena entró sin necesidad de invitación. Se quedaron así, parados en el umbral de la sala, en silencio.

—¿Te dije ya que me alegra verte caminando un poco mejor cada día? —dijo ella finalmente.




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