I
Entonces el pequeño saltamontes murió, murió aplastado por un zapato, que a ojos del propio saltamontes parecía enorme.
Fátima, con cariño, recordaba aquellos breves cuentos que su abuela le narraba por las noche cuando era niña para que se durmiera. Tan solo había pasado un día desde que la pobre anciana había fallecido y ahora sentada en su pupitre intentaba atender a las clases como si nada.
Su abuela lo había sido todo para ella, pues era la única persona en el mundo que la comprendía, había sido su mejor amiga, una confidente en toda regla; pero ella ya no estaba allí. Antes de morir, la anciana le había entregado su último regalo. Desde muy pequeña Fátima sabía, que todo el mundo consideraba a su abuela una bruja, decían, que tenía poderes curativos; sin embargo, ella y su abuela se habían reído innumerables veces del tema, suponiendo la chiquilla, que el único don, que poseía su abuela en realidad era la astucia. Ahora no lo tenía tan claro.
La trágica y fría noche de la muerte de su abuela, la anciana pidió ver a su nieta por última vez. La chiquilla rememoraba el estado en el que se había encontrado a la mujer, de pelo completamente blanco y recogido en una larga trenza; estaba metida en su cama, tiritaba de frío a pesar de las altas temperaturas que sofocaban en realidad el ambiente de la habitación. Fátima sabía, que esa sería la última vez que vería a su abuela, pues los médicos no habían encontrado solución para su rara enfermedad. Fátima se sentó apenada en la cama, al lado de su febril abuela, quién le cogió de la mano inmediatamente al sentir su presencia; la chiquilla recordaba el áspero y frío tacto de la blanca y venosa mano de su abuela. Sin previo aviso algo extraño sucedió; una luz azul y brillante pasó desde las venas del brazo de su abuela, hasta las suyas propias, esparciéndose luego por todo su cuerpo. Después la anciana le dijo con un fino hilo de voz.
─ A ti te cedo mi legado, ten cuidado, porque al igual que puede ser usado como don, también puede llegar a ser una maldición. ─ Finalmente, la anciana cerró los ojos lentamente y murió en presencia de la joven.
~•°•~
─Fátima, ¡Fátima! ─ Gritó la profesora para llamar su atención ─ ¿En dónde se su pone, que anda tu cabeza?
La chiquilla, que había estado ensimismada en sus pensamientos la miró turbada.
─ No me mires con esa cara ─ la advirtió. ─ Ayer faltaste a clase y hoy andas en las nubes. ─ La profesora, con un tono bastante irritante, siguió reprendiéndola durante un buen rato.
“Que pesada”, pensó para sí misma. Desde que había llegado a aquel instituto aquella profesora la tenía tomada con Fátima. La estaba regañado por haber faltado al instituto el día anterior y por no estar atendiendo lo debido en su clase; su abuela acababa de morir, por el amor de dios, que más quería esa mujer. Bastante, que la chiquilla había ido al instituto abrumada por un incontrolable remolino de sentimientos, que se cernía sobre su raciocinio irremediablemente. Sin poder controlarlo, un hastiado suspiro, se escapó de sus rosados labios.
─ ¿Cómo te atreves a semejante falta de respeto hacia tu profesora?, no me dejas otra opción, que sancionarte por tu insubordinación ─ la amenazó.
Sin poder contener más la ira, Fátima se levantó de forma estruendosa de la silla para responder a la profesora con un irritado tono de voz.
─ Mi abuela murió ayer, perdóneme si no estoy todo lo atenta que a usted le gustaría, pero en estos momentos no tengo ganas de escuchar reprimendas de nadie – comentó prudentemente de forma mordaz.
La profesora puso los ojos en blanco ─ me da exactamente igual tu vida personal y la de cualquier alumno, si estás en clase atiendes y sino ya estas saliendo por la puerta, con la correspondiente falta de asistencia, por supuesto.
Algo estalló en el interior de Fátima y las ventanas explotaron con ella. Los cristales, afilados como cuchillas, salieron disparados en dirección a los alumnos. El pánico se hizo en el aula. No sabía cómo, pero Fátima, estaba casi segura, que la explosión de los cristales, había ocurrido a causa de la ira, producida por las palabras de su profesora.
Desconcertada miró a su alrededor, algunos de sus compañeros tenían pequeños cortes en torno al rostro y los brazos desnudos. Era su profesora, sin embargo, la que peor había acabado. Derrumbada en el suelo, yacía inconsciente a causa de la gran cantidad de cristales, que se encontraban dolorosamente adheridos por todo su cuerpo. El pánico se apoderó de Fátima, quién salió corriendo del aula sintiéndose muy confusa y abrumada.