JENNA
Era una noche oscura de noviembre. Las calles de la pequeña ciudad llamada Greenwoods estaban prácticamente vacías, con los suelos húmedos por la reciente lluvia y cubiertas por las hojas que el viento había arrastrado hacia allí, provenientes de los árboles que rodeaban toda aquella zona.
Tomando una silenciosa respiración, me detuve en la boca del callejón. Estaba ya de regreso a casa, después de andar curioseando un poco aquel nuevo lugar en el que iba a vivir, pero me había parecido escuchar algo, un suave murmullo, proveniente del fondo de aquella callejuela oscura y de mal olor. Agudicé el oído, reteniendo el aire en mis pulmones, y forzando la mirada para tratar de distinguir algo en la oscuridad pero, al no obtener ningún resultado, me volteé y continué con mi marcha lenta.
Mi hermano Frey llevaba semanas insistiendo en que Greenwoods iba a ser diferente, que iba a ser, al fin, nuestro lugar. El Jefe- Whittemore- nos había asignado esta dirección, nombrándola como un ‘epicentro de oscuridad’, lo que significaba que había una alta tasa de demonios sueltos caminando por la ciudad.
Sí, he dicho demonios.
El apellido Emerson- el mío- era bastante conocido en el mundo de los cazadores de demonios. Mis abuelos habían sido cazadores de demonios de sangre, y mi padre heredó ese poder, pasándonoslo después a nosotros. Ser cazador de sangre se heredaba generación a generación, era algo que llevábamos en la sangre.
Los demonios no eran como los pintaban en los cuentos. No tenían cuernos, ni dientes afilados, ni cola. Tampoco volaban, ni tenían alas oscuras, y no, no eran hijos de satanás. Los demonios se formaban de la maldad, eran seres de oscuridad, y podían encontrarse en dos formas distintas, la forma incorpórea, o la forma en la que ocupaban un cuerpo humano- lo poseían-, tomando un aspecto tan humano que nadie podría notar la diferencia.
Los cazadores de demonios siempre habían sido necesarios, y siempre lo serían, pero no eran abundantes, por lo que nos veíamos en la obligación de movernos de aquí y allá. Nueva York, Nueva Orleans, Key West, Georgia, Winnfield… y ahora Greenwoods. Llevábamos tanto tiempo moviéndonos, que la promesa de Frey de que esta sería nuestra última parada no parecía muy real.
Me sobresalté, congelándome cuando una figura estuvo a punto de chocar contra mí al doblar una esquina. Lo esquivé al último momento, dando un salto hacia atrás, pero él no tuvo la misma suerte. Su pie se enganchó en el mío, y trastabilló, cayendo de bruces contra el húmedo callejón.
- ¿Estás bien?- perpleja, me agaché para tenderle una mano y ayudarle a levantarse. Era un muchacho rubio, de aproximadamente mi edad, pero sus mejillas estaban ahora cubiertas de lágrimas, dándole un aspecto infantil. Se arrastró sobre sí mismo, presa del pánico, volteándose para mirarme.
- Y-yo… e-eh… eh…
Sus ojos se abrieron muy ampliamente, revelando dos pupilas dilatadas en el centro de unos iris de un color claro que no pude percibir bien. El chico estaba aterrado, con la respiración acelerada saliendo por los labios entreabiertos. Parecía querer decirme algo, pero todo su cuerpo se había bloqueado en un rictus horrorizado que me puso los pelos de punta.
Abrí la boca, pero no pude decir nada más. Noté de pronto una fría respiración en mi nuca, y me detuve en el intento de levantar al muchacho del suelo. Cuando me volteé, tenía frente a mi rostro a una de las criaturas del infierno.
Oh… mierda.
Mis hermanos me iban a matar.
Aquel era un demonio incorpóreo, una sombra negra indefinida. Su presencia era fría, como cuando abres un congelador y te quedas parada frente a él, recibiendo los gélidos vapores que provienen de su interior.
No era uno de los mejores momentos para encontrarme con uno, desde luego. Mis hermanos me van a matar, pensé de nuevo, rebuscando en mi bolsillo con impaciencia. El ruido detrás mío me indicó que el chico se había puesto en pie, teniendo la suficiente lucidez para alejarse de aquella sombra. En aquel momento, ni siquiera me paré a pensar en lo extraño que era que él pudiese verla, en primer lugar. No muchos humanos podemos ver a los demonios.
Pero el muchacho no se había alejado.
- ¡Apártate de ella!- exclamó de pronto detrás mío, y recibí un golpe en el hombro cuando él paso como una bala junto a mí, parándose entre el demonio y yo. Será idiota.- ¡No la toques!
- Creo que deberías… ¡e-espera!
Todo sucedió muy rápido ante mi perpleja mirada. El niño que aparentemente estaba muerto de miedo se había lanzado contra aquella sombra, empujándola. El demonio se vio impulsado hacia atrás, y un chillido que pondría a temblar incluso a las piedras me indicó que no le había hecho ni pizca de gracia aquel contacto humano.
Contacto humano, con un incorpóreo. Es… imposible.
Pero, una vez más, no tenía tiempo para pensar en ello. Saqué la pequeña navaja de plata de mi bolsillo antes de que él decidiese cometer alguna otra locura, y esta vez fui yo quien me lancé contra el demonio, clavándole la hoja. Con un nuevo chillido agudo, la sombra se dispersó hacia todos lados, como si hubiese sufrido una explosión.
Woah. Llevaba mucho tiempo sin cazar a uno.
- ¿Cómo diablos has hecho eso?- me giré hacia atrás, aún con la navaja en la mano y con la respiración acelerada. Ahora que el peligro había pasado, la curiosidad me estaba carcomiendo por dentro después de la escena que se había desarrollado frente a mis ojos. Uno: el chico podía ver los demonios. Dos: el chico podía tocar a los incorpóreos.