MARA
Con el ceño fruncido, observó a su padre tirado en el sofá, roncando, con una manta a los pies rozando el sucio suelo. Había coleccionado junto al sofá tazas de café que apestaban a whisky, y Mara tuvo que agacharse a recoger una cuando al pasar sin querer le dio una patada y la tumbó.
Sobre la mesita cuadrada del salón, vio lo que había mantenido a su padre despierto hasta tan tarde como para consumir tres tazas de ese café sazonado con alcohol. Los periódicos de los últimos días. No había ni un ejemplar que no llevase en la portada el caso de los suicidios de Greenwoods. Cogió el primero y leyó el titular:
Hallan en su domicilio el cuerpo de una mujer que cometió suicidio el pasado jueves…
Arrugó con rabia la esquina y lo volvió de tirar con los otros, captando con la mirada otra cosa, otra imagen que ella ya había visto antes en las paredes de la ciudad. Aquella estrella de cinco puntas, con varios trazos curvos en la parte trasera, como formando dos C’s que se unían por los extremos. Aquel maligno signo que la perseguía en sus pesadillas desde hacía cuatro años.
O sea, que él también ha atado cabos.
- Papá- sacudió el brazo del hombre con fuerza, y él murmuró algo incomprensible.- ¡Papá, despierta! Tenemos que hablar sobre esto. Ellos han vuelto, lo sabes, ¿verdad?
Al hombre no le pasó desapercibida la rabia que impregnaba la voz de su hija, pero no tuvo ganas ni de abrir los ojos ni de responder.
Harold había visto aquella marca antes. Fue hacía cuatro años, exactamente, el 17 de enero. Podría incluso dar una hora aproximada si se esforzaba, pero el recuerdo aún dolía a pesar del tiempo transcurrido. Aquel día, hubo tres cosas que habían estado mal. Tres manchas oscuras en un día que podía haberse considerado incluso espléndido, dado el ascenso de sueldo que le habían otorgado.
La estrella había aparecido en la pared del edificio en el que vivía por aquel entonces; pensó en aquel momento, cuando llegó a casa del trabajo, que era un dibujo extraño para haber sido dibujado por algún jovenzuelo gamberro, y más extraño aún que lo hubiese pintado de día, a la vista de la gente que podía pasar por allí.
Lo segundo extraño fue el hombre que salía del edificio cuando él entró; un señor elegante, con corbata y chaqueta bien planchada. El señor le había dedicado una sonrisa como saludo, y bajo un sombrero negro, a Harold sus ojos le habían parecido negros como el carbón.
Hubo una tercera mancha en el día. Una mancha roja, una que perduraría en sus vidas, para siempre.
- Ellos mataron a mamá- gruñó entonces Mara, apretando mucho la mandíbula.- Nos la robaron, papá.
- Lo sé- suspiró el hombre, entreabriendo un poco los ojos e incorporándose. La cabeza le bombeaba, y cada latido del corazón se asimilaba a un golpe en un tambor que se había instalado en su cerebro. Ellos, fueran quien fueran o lo que fueran, se llevaron a su mujer, pero también acabaron con la inocencia de su hija. Una niña de trece años que rápidamente entendió que su madre no se había suicidado, que aquello no podía ser verdad. Que no había razones, ni tampoco explicaciones para que de un día para el otro una mujer con un esposo y una hija decidiese tomarse veinte pastillas para dormir.
- ¿Y qué quieres hacer, hija?- murmuró en voz muy baja Harold.
- Quiero venganza.
- Hagas lo que hagas… Margareth nunca volverá.
La muchacha se había quedado petrificada, con la mirada clavada en su padre con incredulidad. Todo su cuerpo temblaba con la rabia que le recorría las venas, y apretó mucho los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos.
- ¿Y ya está?- susurró, sacudiendo la cabeza.- ¿Eso es todo, papá? ¿Dejamos que vuelvan a hacerles a otras familias lo que nos hicieron a nosotros?- Mara notó las lágrimas en los ojos, pero se obligó a tragárselas.- Genial.
-Mara…
- Date una ducha, apestas- murmuró ella rodando los ojos.- Me voy a clase- añadió, antes de abandonar el salón.
Pero como todos los días, Harold Fox se levantaría tarde. Y, aún en pijama, se tomaría algún trago de la botella de whisky que guardaba bajo llave en uno de los armarios, pensando que su hija no sabía de su existencia. Después, arrastraría los pies hasta el fondo del pasillo, donde se encontraba lo que él llamaba despacho. Harold Fox era escritor. O al menos, lo había sido, hasta que hacía cuatro años la vida decidió patearlo con fuerza en el estómago y lo dejó sin ganas de trabajar, ni apenas de vivir.