Hailmoor era un pueblo de tradiciones antiguas, construido en terrazas talladas contra la ladera de una montaña casi vertical. Las casas, de madera oscura y techos empinados, parecían apilarse unas sobre otras como si intentaran escapar del bosque que las presionaba desde atrás. Las ventanas estrechas reflejaban la luz como ojos vigilantes y las chimeneas expulsaban columnas delgadas de humo que se perdían en la bruma.
Durante gran parte del año, el pueblo permanecía cubierto por una niebla azulada que ascendía del lago al amanecer y se estancaba entre las calles empedradas como un huésped indeseado. A veces, aquella bruma parecía moverse con voluntad propia, deslizándose entre las puertas entreabiertas, palpando los muros como si buscara colarse dentro de las casas.
Rodeándolo por completo se extendía el bosque de Blackthorn, un bosque tan antiguo que uno podía sentirlo observar. Sus árboles, de troncos gruesos y nudosos, se elevaban tanto que bloqueaban la luz incluso en pleno día, y en la noche se decía que entre ellos resonaba un coro de voces apagadas, un murmullo que muchos preferían no escuchar.
Pero nada de eso pareció impresionar a los hermanos Evander. Lo que realmente los dejó sin palabras fueron las figuras que paseaban por las calles: hombres, mujeres e incluso niños vestidos con pieles oscuras y coronas hechas con auténticas cabezas de machos cabríos. Las máscaras, talladas con dientes afilados y lenguas retorcidas, imitaban expresiones demoníacas. Algunos llevaban campanas en la cintura que tintineaban con un sonido metálico y ominoso.
—¿Qué rayos es todo esto? —preguntó Jasper, con la mirada fija en un grupo de jóvenes que corría entre la multitud agitando cadenas.
—Esta noche comienza el festival del Krampus —respondió Borja a su lado, sin perder la calma—. Es una tradición muy antigua en pueblos como este.
—¿Qué es un Krampus? —preguntó Chase mientras tomaba la mano de Diana y la halaba hacia él, evitando que dos hombres disfrazados la empujaran sin querer al pasar.
Alexander intentaba abrirse paso entre la gente, pero la tarea resultaba casi imposible.
—Es una criatura sobrenatural —explicó alzando un poco la voz—. Se dice que visita a los niños que se han portado mal. Los castiga con una rama de abedul y, en el peor de los casos, se los lleva en el cesto que carga en la espalda.
Diana abrió los ojos, horrorizada.
—¿Por qué celebrarían a una criatura como esa?
—Porque las personas son ingenuas —se adelantó a responder Braxton con total naturalidad—. Necesitan creer desesperadamente en algo, aunque sea una mentira envuelta en pieles y campanas.
El gentío comenzó a cerrarse alrededor de ellos. Primero fueron empujones suaves, luego roces bruscos, y en cuestión de segundos, la multitud los engulló sin piedad.
Los tambores retumbaron desde algún punto del pueblo, sordos y repetitivos, como un corazón enfermo palpitando bajo tierra. Las máscaras con cuernos se movían de un lado a otro, chocando entre sí. Cuerpos, pieles, campanas. Un caos que avanzaba sin ver a quién arrollaba.
—¡Diana, cuidado! —alcanzó a decir Chase, tirando de su mano.
Pero otro empujón los separó. Chase desapareció tras un muro de hombres disfrazados, y la mano de Diana se soltó de la suya como si alguien hubiera cortado el hilo invisible que los unía.
—¡Chase! ¡Chase! —gritó ella, pero su voz se perdió entre las exclamaciones, risas y rugidos.
Una máscara pasó junto a ella, tan cerca que el aliento cálido del hombre detrás de ella le rozó la mejilla. Los ojos rojos pintados la miraron de reojo. Otro la empujó por la espalda. Otro más golpeó el suelo con un bastón adornado con huesos.
Los tambores se hicieron más intensos. Más cercanos.
Tum. Tum. Tum.
Diana comenzó a respirar rápido. Muy rápido. El ruido, las máscaras, las pieles, los cuernos, la niebla que se colaba entre los cuerpos como un espectro. Todo la envolvió al mismo tiempo.
—No… no… —susurró, retrocediendo, chocando con personas que ni siquiera volteaban a verla.
Una máscara enorme, con dientes torcidos y lengua roja colgante, se inclinó hacia ella.
Y gritó. Un chillido agudo, animal, que la hizo encogerse de inmediato.
El corazón de Diana latió con violencia. No estaba asustada de monstruos. Ella era una cazadora. Pero algo en aquella mezcla de tradición, ruido y rostros ocultos bajo cuernos la desorientaba. La hacía sentir atrapada.
Los tambores ya no sonaban lejos.
Sonaban dentro de su cabeza.
Tum. Tum. Tum.
—¡Chase! —volvió a llamar, desesperada.
Un grupo de jóvenes disfrazados pasó corriendo, chocando contra ella y arrastrándola unos pasos más hacia el interior del gentío.
Diana perdió el equilibrio.
Tropezó.
Se tambaleó.
Las máscaras se cerraban, sobre ella.
Hasta que, de pronto… Un brazo fuerte se enroscó alrededor de su cintura y la jaló hacia atrás, contra un pecho firme y cálido.