Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

Prólogo

El océano negro rugía bajo la Gran Oscuridad, un abismo sin fin que engullía todo rastro de luz, salvo el resplandor púrpura que emanaba de la esfera apretada contra el pecho de Cale. La madera flotante, un resto astillado del Faro del Acantilado, se balanceaba precariamente en las olas, apenas sosteniendo a Cale y Nara, dos figuras empapadas y temblorosas en el corazón del sexto mes de la Gran Oscuridad. El aire olía a sal y sangre, el frío calaba hasta los huesos, y sus ropas, pesadas por el agua, se adherían a sus cuerpos como una segunda piel. A lo lejos, los Umbríos marítimos acechaban, sus ojos bioluminiscentes brillando como estrellas moribundas, sus cuerpos serpentinos deslizándose por el agua, repelidos por la luz de la esfera pero atraídos por su canto magnético. Sus rugidos, graves y guturales, resonaban como lamentos de un mundo perdido.
Cale, con su camisa desgarrada pegada al torso, aferraba la esfera con ambas manos, su calor un contraste con el hielo que le entumecía los dedos. Sus ojos verdes, apagados por el duelo, escudriñaban la oscuridad, buscando cualquier señal de Kiva, Taran, Milo, Selina o Rorik. La caída de la Aurora, la muerte de su madre Lira, y el hundimiento del Faro del Acantilado pesaban sobre él como el océano mismo, un dolor que le apretaba el pecho hasta dejarlo sin aire. La esfera, pulsando erráticamente, parecía vibrar en sus manos, su luz titilando con un ritmo casi vivo, enviando destellos que le provocaban sensaciones extrañas: imágenes fugaces de un horizonte iluminado, un murmullo que no era del viento, una voz femenina que le recordaba a Lira pero no era ella. Sacudió la cabeza, intentando centrarse, su respiración entrecortada por el frío y la fatiga.
Nara, temblando a su lado, se aferraba a la madera, su cabello trenzado empapado cayendo sobre su cuello, su tatuaje de cenizas apenas visible bajo el resplandor púrpura. Sus ojos castaños, abiertos por el agotamiento, lo miraron con una mezcla de miedo y determinación, una pregunta silenciosa en su mirada.
—Cale, ¿estás bien? —susurró, su voz ronca, apenas audible sobre el rugido de las olas—. La esfera… está haciendo algo raro, ¿lo sientes?
Cale, apretando la esfera, asintió débilmente, su mirada fija en el horizonte negro.
—La siento —respondió, su voz baja, cargada de incertidumbre—. Es como si… quisiera decir algo. Pero no sé qué. Solo sé que nos mantiene vivos.
Nara, exhalando una nube de vaho, se acercó un poco más, sus manos temblando al agarrar la madera.
—Los Umbríos no se acercan —dijo, mirando los ojos brillantes en el agua—. Pero no se van. Nos están esperando, Cale. Si la esfera falla…
—No fallará —interrumpió Cale, su tono más firme de lo que sentía—. No después de todo lo que hemos perdido. Por Lira, por la Aurora, por Kiva… no dejaré que esto termine aquí.
El nombre de Kiva, pronunciado con un nudo en la garganta, trajo un destello de dolor a sus ojos. Su amor por ella, confesado en Tabiada, sellado en la cabaña, era un faro que lo mantenía en pie, pero la imagen de su rostro tenso, sus celos por Nara, lo perseguía. No sabía si estaba viva, si había escapado del buque, si lo odiaba por no haberla alcanzado. La amenaza de Varna, que había sembrado dudas en Kiva, seguía siendo un eco lejano, pero la pérdida del Faro del Acantilado lo había cambiado todo. Seli y Tor, seguros en Tabiada, eran un consuelo lejano, pero aquí, en el océano, solo tenía a Nara y la esfera.
Nara, notando su silencio, tocó su brazo, un gesto de apoyo que había repetido en el trayecto del Faro del Acantilado, cuando planearon juntos cómo salvar la Aurora.
—No pienses en lo peor, pescador —dijo, su voz suave pero firme—. Kiva es fuerte. Taran, Milo, Selina, Rorik… si alguien puede sobrevivir, son ellos. Y nosotros tenemos la esfera. Es nuestra arma, nuestra esperanza.
Cale, mirando la esfera, sintió un nuevo pulso, más intenso, que le recorrió los brazos como un choque eléctrico. Una imagen fugaz cruzó su mente: una figura encapuchada en una balsa, un cielo roto por relámpagos, un rugido que no era de Umbríos. Parpadeó, el frío devolviéndolo al presente.
—No sé si es esperanza o una maldición —murmuró, su voz tensa—. Pero tienes razón, oculta. No podemos rendirnos.
El océano rugió, una ola golpeando la madera, casi volcándolos. Cale aferró la esfera con más fuerza, mientras Nara se sujetó, sus uñas clavándose en la madera astillada. Los Umbríos, a unos cincuenta metros, emitieron un rugido colectivo, sus cuerpos moviéndose en círculos, como si esperaran un error. Pero la esfera, pulsando con más intensidad, proyectó un destello que los hizo retroceder, sus ojos brillando con furia.
—Están aprendiendo —dijo Nara, su voz temblando—. No son como los de antes. Estos son… más listos.
Cale, frunciendo el ceño, notó un movimiento nuevo en el agua, más cerca, un destello más pequeño que los ojos de los Umbríos colosales. Antes de que pudiera hablar, un Umbrío menor, no más grande que un hombre, emergió con un chillido agudo, sus garras retráctiles brillando bajo la luz púrpura. A diferencia de los gigantes, este era ágil, con un cuerpo cubierto de escamas reflectantes que desviaban parte del resplandor de la esfera. Saltó hacia la madera, sus garras rozando el borde.
—¡Cuidado! —gritó Cale, empujando a Nara y levantando la esfera como un escudo.
El destello púrpura golpeó al Umbrío, disolviéndolo en cenizas negras que se hundieron en el agua, pero otros dos emergieron, moviéndose en zigzag, esquivando la luz directa. Cale, con el corazón acelerado, giró la esfera, proyectando un arco de luz que incineró a uno, pero el segundo alcanzó la madera, su garra arrancando un trozo, haciéndolos tambalear.
—¡Nara, agárrate! —gritó, mientras ella se aferraba, sus manos resbalando.
Nara, con un esfuerzo, sacó un cuchillo de su cinturón, apuñalando al Umbrío en una grieta entre sus escamas. La criatura chilló, soltando la madera, pero su peso inclinó el tablón, arrojando a Nara al agua. Cale, sin pensarlo, dejó la esfera en la madera y se lanzó tras ella, sus brazos cortando el agua helada.
—¡Nara! —gritó, alcanzándola justo cuando un Umbrío menor se acercaba, sus garras extendidas.
La esfera, en la madera, pulsó con furia, proyectando un destello que iluminó el océano como un relámpago. El Umbrío se disolvió, y Cale, con Nara en sus brazos, nadó de vuelta, sus pulmones ardiendo. Subió a la madera, jadeando, la esfera aún brillando, los Umbríos mayores retrocediendo más lejos, sus rugidos apagándose.
Nara, tosiendo, se aferró a él, temblando.
—Gracias, pescador —susurró, su voz rota—. Pensé que…
—No lo digas —interrumpió Cale, abrazándola brevemente, su corazón latiendo con fuerza—. No te dejaré ir, oculta.
La esfera, entre ellos, pulsó de nuevo, enviando una oleada de calor que les quemó la piel, pero también los calentó contra el frío. Cale, frunciendo el ceño, la levantó, notando que su superficie, antes lisa, ahora tenía grietas finas, como venas, que brillaban con más intensidad.
—Esto no es normal —dijo, su voz tensa—. Está… cambiando.
Nara, limpiándose el agua de los ojos, asintió.
—Cuando estaba en el agua, sentí algo —dijo, su voz baja—. Como si la esfera me hablara. Vi… una balsa, gente encapuchada, un lugar con torres rotas. ¿Tú también lo sientes?
Cale, mirando la esfera, asintió, su mente llena de las imágenes que lo habían asaltado antes.
—Un horizonte, una voz —murmuró—. No sé qué significa, pero no estamos solos. La Cresta del Norte está cerca, Nara. Si llegamos, los ingenieros podrían entender esto.
El océano, momentáneamente calmado, rugió de nuevo, una corriente subterránea sacudiendo la madera. Los Umbríos mayores, a unos cien metros, se movieron, pero un nuevo sonido, un crujido rítmico, llamó su atención. Cale, alzando la vista, vio sombras en la distancia, no Umbríos, sino siluetas humanas en balsas improvisadas, remando con palas de madera y metal. Sus figuras, envueltas en capas harapientas, estaban iluminadas por antorchas ultravioletas, más débiles que las del Faro del Acantilado, pero suficientes para mantener a los Umbríos a raya.
—¿Quiénes son? —susurró Nara, su mano apretando el cuchillo.
—No lo sé —respondió Cale, levantando la esfera, su luz brillando como un faro—. Pero si son enemigos, no nos rendiremos sin pelear.
Una balsa, más grande que las demás, se acercó, su proa adornada con cráneos de Umbríos menores, sus remos manejados por figuras encapuchadas. Una mujer, con el rostro cubierto por una máscara de cuero con ranuras ultravioletas, se puso de pie, su voz amplificada por un tubo metálico.
—¿Quiénes sois? —preguntó, su tono seco pero autoritario—. Esa luz no es de este mundo. Hablad, o nuestros arpones lo harán por vosotros.
Cale, protegiendo a Nara, levantó la esfera, su resplandor iluminando la balsa.
—Soy Cale, ella es Nara —respondió, su voz firme a pesar del frío—. Venimos del Faro del Acantilado, destruido por Umbríos. Llevamos la esfera, un arma contra ellos. Queremos llegar a la Cresta del Norte. ¿Quiénes sois vosotros?
La mujer, tras un silencio, bajó la máscara, revelando un rostro curtido, con cicatrices que brillaban bajo la luz púrpura. Sus ojos, grises como el acero, evaluaron a Cale.
—Soy Kael, líder de los Errantes del Abismo —dijo—. Sobrevivimos en estas aguas, cazando Umbríos, buscando luz. Esa esfera… la conocemos. Es un faro, pero también una maldición. Subid, o el océano os reclamará.
Cale y Nara intercambiaron una mirada, la esfera pulsando entre ellos, enviando otra imagen: una torre rota, un cielo rojo, un rugido que no era del océano. No tenían opción. Con cuidado, subieron a la balsa, la esfera en manos de Cale, su luz iluminando a los Errantes, cuyos rostros reflejaban hambre, miedo y una chispa de esperanza.
—Bienvenidos al abismo —dijo Kael, señalando el horizonte—. La Cresta del Norte está cerca, pero los Umbríos no descansan. Y esa esfera… traerá más que luz.
La balsa se alejó, los remos cortando el agua, los Umbríos rugiendo a lo lejos. Cale, con Nara a su lado, aferró la esfera, su corazón dividido entre el duelo por Lira, la esperanza por Kiva, y el misterio del artefacto que podía salvar o destruir lo que quedaba del mundo.




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